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Columna
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Mis alumnos

Garazi y Maider se me enfadan. Ya no te queremos, dicen, fuera. Les acabo de defender el sedentarismo y la gordura, y ellas me declaran ofendidas que les gusta ir al monte. Les digo para consolarlas que Newton descubrió la ley de la gravedad sentado debajo de un manzano y se les alegra el ojillo como si les acabara de ofrecer el gran argumento. ¿Y dónde estaba el manzano, eh?, pregunta Garazi con los ojos llenos de florecillas del campo, Newton tuvo que caminar hasta allí, ¿no? Sonrío. Están cansadas. Están todos muy cansados. Han terminado los exámenes y me piden que aparquemos por un día a Quevedo y a Voltaire y hagamos algo más relajado. Hablar, por ejemplo; un debate, dicen. Bien, objeto que un debate puede resultar agotador porque acaban siendo un guirigay -les encanta la palabra y alguien me pregunta si es un extranjero gay- y que habrá que organizarlo de manera provechosa. Forman grupos, eligen un portavoz de grupo, piensan un tema durante diez minutos, y luego cada portavoz ha de exponerlo desde la tarima y proponerlo a debate. Los temas que plantean: la publicidad y el cuerpo, el salón de actos del conservatorio, por qué a las chicas se les exige en gimnasia menos que a los chicos, si la marihuana es beneficiosa o no, el canibalismo, ¿qué es la nada?

Mis alumnos son encantadores. Hacía años que no daba clase a alumnos de estas edades y estoy gratamente sorprendido. Son aplicados y cariñosos, aunque es cierto que a veces pueden resultar agotadores. Sobre todo los chicos. Son absorbentes, y frente a la discreta eficacia de las chicas, disputan por el poder -por la atención del profesor- con las piruetas de los acróbatas. Pero son divertidos y hasta juegan con lenguajes privados. Asier, por ejemplo, pregunta de pronto, ¿qué perlas? o ¿qué chascas?, y nunca se sabe si se deben a momentos de exaltación o si espera de verdad una respuesta. ¿Qué perlas?: las de sus ojos; y dice, bien, correcto. Pero sí que es curiosa esta actitud diferente en ellos y ellas, de la que todos son muy conscientes. ¿Por qué a las chicas se les exige menos que a los chicos en gimnasia y sin embargo a todos se nos exige lo mismo en comportamiento? Según ellos, ellas se comportan mejor porque les resulta más fácil. Y a Jon le gusta que lo llame Mohamed Alí y a Alexander, Amenhotep: ¿sabes sánscrito?, me pregunta, mi padre sí.

Y ellas son deliciosas. Listas y guapísimas. Pero les preocupa mucho el cuerpo publicitario. Les digo que la obsesión por la salud está generando enfermedad y si les parece bien que vayan a terminar convirtiéndonos en culpables -enfatizo- de nuestra salud. La idea de pecado se está trasladando del terreno de la Salvación al de la Salud, concluyo. Me piden que les explique eso. La redención de la culpa ante Dios ofrecía la vida eterna, entiéndasela como se la entienda, pero qué es lo que ofrece la redención ante el Servicio Público de Salud, ¿la resurrección o la chochera? Lo entienden. Jokin dice que sólo somos moléculas, como las lechugas, añade. Le recuerdo las cenizas que tendrán sentido y el polvo enamorado de Quevedo, y le digo: tú eres una novedad en el cosmos. Daniel aplaude y me pregunta si él también lo es. Le respondo que por supuesto.

¡Ay, los caníbales! Me los mezclan con los animales, la libertad, la lealtad y no sé qué otras cosas, aunque lo que no consiguen explicárselo por la razón se lo explican con una palabra: repelús. Lo del caníbal alemán les da repelús. Es lo que dice Alba, apretándose los brazos. Bueno, en ese y otros temas, mis alumnos sueltan de entrada una andanada que se puede identificar con lo políticamente correcto, pero me sorprende la capacidad que tienen para quitárselo luego de encima. Son flexibles y capaces de rectificar si un argumento ajeno los convence. Y les encanta la novedad. Les sonó extraño que una vez les hablara de usted para explicarles esa forma de tratamiento. Ahora son ellos quienes lo usan como si representaran una comedia que les encantara: ¿está usted contento, señor profesor?, me pregunta Alaitz con aires de princesa. Y no quiero olvidarme de Ibon y la tropa de la derecha, ni de Sancho, ni de Goros -tan buen lector y tan sensible-. Ibai me dice que se ha manchado un dedo con una gota de tinta, y Andrés bromea que entonces se habrá ensuciado entero porque con una gota le basta. Sí, pueden resultar crueles entre ellos, pero Ibai y Andrés son inseparables. Como la vida misma.

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