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Tribuna:TRAS LA CAPTURA DE SADAM
Tribuna
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El rostro de Sadam

En la larga historia de la caída de las dictaduras, la captura de Sadam marcará un hito.

Tuvimos el final wagneriano de Hitler, en su búnker.

Tuvimos el modelo Stalin, temible, autoritario, con el cortejo de batas blancas que, hasta el último instante, no se atrevieron a decirle que estaba muerto.

Tuvimos el caso de Mao, también imperial, la increíble lentitud de su muerte, la larga noche del gran timonel, el sol rojo que se apagó.

Y ahora nos encontramos con la figura, completamente inédita, del tirano acorralado, oculto como un animal herido; un hombre de hierro que supo hacer temblar, durante decenios, a millones y millones de hombres, y al que ahora vemos extraviado y barbudo, con la mirada aterrada, casi aliviado por ver acabar así su fuga; ese muerto en vida encontrado en el fondo de un agujero, casi un basurero; he aquí filmados, por primera vez, los famosos vertederos de la Historia a los que nos gustaría que fueran a parar todos los tiranos.

¿Este personaje patético, este ser dócil y temeroso, era el que tanto miedo nos daba?
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¿Quién debe juzgar a Sadam Husein?

La primera reacción es de alegría, nada más que alegría, no sólo por la caída, sino por el aniquilamiento simbólico y moral de este hombre completamente infame, responsable de que murieran cientos de miles de chiíes y, por lo menos, otros tantos kurdos. Al fin y al cabo, habría podido acabar como Che Guevara o Robin Hood, con una muerte de mártir, y haberse convertido en estandarte de una nueva "venganza árabe". Pero no; la aventura ha llegado a su fin; a su verdadero y lamentable fin; por consiguiente, hay que alegrarse.

Sin embargo, inmediatamente después, surge la inquietud. Nos decíamos: es él, Sadam, el que -como si fuera Satán o una gran araña maléfica- maneja los hilos de los atentados desde sus refugios, sus palacios secretos, sus subterráneos. Ahora sabemos que no era así. Sabemos que este déspota convertido en sin techo no tenía teléfono móvil, ni radio, ni medio alguno de comunicación y que, en realidad, estaba aislado de todo. Y llegamos a la conclusión, por tanto, de que esta guerra descabezada, sin verdadero jefe ni órgano de mando, puede seguir adelante.

Luego se nos ocurren preguntas más amplias, sobre la naturaleza del poder y la influencia maligna que ejercía. ¿Cómo? ¿Así que era éste? ¿Este personaje patético, este ser dócil y temeroso, que abre y cierra la boca para el dentista del Ejército estadounidense, que enseña la mejilla derecha cuando le examinan la izquierda, que gime algo que la cámara filma pero no recoge -tal vez, nada más que "ahí, ahí me duele, soy Sadam Husein y tengo un dolor de muelas atroz"-, este pobre diablo, era el que tanto miedo nos daba? ¿Éste es el que mantuvo a raya, no sólo a los iraquíes, sino a toda la comunidad internacional? Sabemos, desde Etienne de la Boétie, que los tiranos sólo tienen la fuerza de nuestras debilidades. Sabemos que la única riqueza que tienen es el poder de seducción que les concedamos. Pero esto... ¡Hasta este punto! ¡Este ser pasivo! ¡Este hombrecillo! ¡Este rey desnudo, escondido y acostado con sus ahorros! Ya no estamos en La Boétie. Ni mucho menos en Shakespeare. Estamos en Balzac.

Y, por último, sentimos cierto malestar, un auténtico malestar, a pesar de todo, ante esta imagen insólita del buen médico estadounidense, con sus guantes de látex, que ausculta al animal rabioso, lo toca, lo palpa, le despioja la barba y el cabello, le exhibe en su desnudez indefensa ante los miles de millones de miradas de los habitantes de la aldea global. ¡Vean al animal!, parece decir. ¡Vean a la fiera humillada, el abominable hombre de los subterráneos, por fin domesticado! ¡Vean al viejo león muerto que, desde hace meses, da vueltas en su jaula minúscula y sórdida, y cuyo cuerpo patético es ya nuestro! En esta imagen, en esta versión moderna del vencedor de los juegos romanos que indica con el pulgar hacia abajo, hay algo perturbador y obsceno que estropea nuestra alegría: ¿hacía verdaderamente falta filmar todo eso? ¿Mostrarlo? ¿Hacía falta, para probar que tenemos a Sadam, humillarle de esa forma, violar la intimidad desnuda de ese rostro enloquecido?

Que quede claro que soy perfectamente consciente de que a Sadam, en estos momentos, se le trata como nunca trató él a ninguno de sus prisioneros. Y sé, sobre todo, que este hombre era un monstruo que, con sus crímenes, se excluyó a sí mismo del círculo de los seres humanos. Ahora bien, además de que todos los prisioneros del mundo, aunque sean criminales de guerra, tienen derecho a una última e íntima consideración; además de que es cuestión de honor para las democracias, cuando tienen a un enemigo a su merced, no comportarse precisamente como se habría comportado él; además de que existen lugares (la sala de audiencias, la cárcel, el hospital, todo lo que, en cierto modo, constituía el territorio de Sadam) en los que se deja en paz a las personas y no se les filma nunca; además de todo eso, esta situación presenta la paradoja de devolver a este hombre inhumano un poco de su humanidad repudiada; este examen "en vivo" tiene el efecto contraproducente de volverse contra sí mismo y, pasado el primer asombro, provoca una especie de compasión final; y por eso los estadounidenses, al preferir difundir estas imágenes y transformarnos, a todos, en cómplices y espectadores de su gesto, han cometido una falta moral, acompañada -y eso sería casi peor- de un posible error político.

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