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Columna
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Lo que vale Sadam

La captura de Sadam Husein -un bien en términos absolutos para la humanidad, como lo fue el escamoteo de Eichmann en Argentina- podría servir para aproximar respuesta a uno de los interrogantes que más insistentemente se formula Washington en la posguerra iraquí: ¿quiénes son los que atacan a las fuerzas de la coalición? Pregunta nada inocente, porque su intencionalidad primera es la de negar que sea, en todo o en parte, una resistencia de auténtico carácter patriótico.

La teoría más extendida en los medios favorables a la intervención norteamericana es la de que los atacantes, además de terroristas y asesinos, son sólo vestigios del Antiguo Régimen; aquellos que temen sufrir la justicia de Washington o de la nueva situación en Bagdad; los que lo han perdido todo con la caída del tirano y, por tanto, nada tienen que perder en su combate atroz. A ese contingente, que se caracteriza como minoritario y desesperado, cabe sumarle un agregado, corto en número, pero aún más pavoroso, de terroristas suicidas, procedentes de las profundidades insondables de un llamado fanatismo islámico.

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Bien. Es razonable suponer que, si los partidarios de Sadam actúan como tales antes que como iraquíes, en su supuesta calidad de espina dorsal de la resistencia, sufran una grave pérdida de peso atómico con la captura en condiciones de humillación extrema de su líder, porque el frecuente carácter personalista que asume el liderazgo en el mundo árabe excluye que la desaparición del rais no afecte al celo de sus seguidores. Otra cosa sería que, partidarios o no del criminal derrocado, actúen, básicamente, porque son iraquíes que luchan contra las fuerzas de la coalición.

Lo visto no parece abonar, de otro lado, la teoría de que Sadam estuviera dirigiendo gran cosa. Desde el zulo, en el que pasaba zozobra y privaciones, no es posible dirigir ni un puesto de castañas, y el hombre cuya dentadura fue examinada como la de un caballo para su exposición en la pantalla mundial no tenía el aspecto de ser jefe de nada, sino un puro despojo después de la derrota.

Más aún. Si Sadam Husein estaba por lo menos razonablemente al corriente de lo que se hacía en su nombre, aunque no encabezara la lucha, tendrá un tesoro de información que comunicar a los norteamericanos, de cuyo conocimiento habrá de seguirse también un descenso notable en la eficacia del combate, terrorista o no, del enemigo, y una mejora de la seguridad de los ocupantes. Es mucho, por tanto, lo que el inicio de esta segunda era pos-Sadam, tras la derrota formal de su Ejército, debería decirnos en las próximas semanas.

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¿Y qué ocurre si el combate continúa, como si el dictador nunca hubiera existido? Por lo pronto, la resistencia, ya antes de la real captura, parecía haber ampliado su angular de intenciones con la intensificación de los ataques contra los iraquíes que colaboran con la coalición -objetivo éste mucho más llevadero que matar soldados- como tratando de provocar una guerra civil o el desistimiento de la población ante el reclutamiento para el aparato de seguridad de Washington.

Es un caso de déja vu. Las fuerzas de seguridad de la monarquía hachemí, derrocada por un golpe militar republicano en 1958, también sufrían los ataques de una sucesión de rebeliones tribales, clánicas, religiosas o paleo-patrióticas, cuando se veía a éstas indebidamente amigadas con la potencia británica, entre 1920 y la II Guerra Mundial, pese a que desde 1930 Irak era un país en teoría independiente, pero no por ello menos ocupado.

Por todas esas razones, una devaluación de la resistencia parecería dar la razón a los que hablan de lucha residual de logreros y nostálgicos de Sadam; pero la continuidad de la violencia, en cambio, reafirmaría la opinión de que en Irak hay varias guerras a la vez: la terrorista; la proto-civil; la terrorista y proto-civil, unidas; la patriótica suní, terrorista o no, y la que no es imposible que haya comenzado ya a prender en la mayoría chií; amén de bandolerismo común, vendettas de grupo y toxicomanías varias de lo religioso.

El arresto de Sadam, cuyo juicio vigilará Washington aunque se celebre con jueces iraquíes, ha sido un gran éxito del presidente Bush. Pero lo que de verdad vale ese éxito no lo sabemos todavía.

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