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Columna
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Catalanes

Veintitrés años en la oposición le dan al conjunto de las izquierdas en Catalunya el pertinente marchamo para hacer esfuerzos hasta lo indecible propiciando un cambio político histórico. Más allá de los cálculos de cada actor político, y aun dando por bueno que Maragall ha apostado todo su capital en la opción finalmente exitosa, que para Carod había el mismo riesgo con CiU que con el PSC, y que Saura, simplemente, obtuvo un premio de consolación para cuadrar el círculo de la conjunción de izquierdas que, en última instancia, legitima la alternativa al pujolisme, lo realmente importante es que Catalunya cambia de signo político y lo hace después de más de dos décadas de gobiernos monocolores de Pujol, un precedente de tanta longevidad que apenas si se encuentra en toda Europa algo así.

La algarabía formada ante este hecho histórico resulta vergonzosa para los demócratas y lamentable para quienes la están protagonizando. Catalunya tiene derecho a que su pueblo decida qué gobierno quiere, y su Estatuto prevé y dispone de qué modo quien forme gobierno ha de dirigir y administrar el autogobierno de esa nación. Por ello resulta entristecedor que ese cambio histórico esté arrancando del PP las ácidas palabras y el menosprecio que se deriva de la falta de respeto y cortesía a que todo gobierno democrático es acreedor.

El programa defendido por Maragall en su investidura, los pactos escritos del tripartito y el tono de las intervenciones parlamentarias de los portavoces que le han apoyado no deberían generar ninguna preocupación en los demócratas, aunque para los demócratas valencianos de cualquier adscripción ocurra que este gobierno (tampoco el anterior estuvo especialmente proclive a converger con nuestros intereses como Comunidad Autónoma, excepto en casos muy puntuales), sus compromisos electorales y sus gestos y proclamas no nos ayuden precisamente en nuestros objetivos, intereses y paz civil, por citar tres aspectos concretos.

En efecto, la posición radicalmente contraria al PHN del nuevo gobierno catalán, y el autismo de ERC con respecto a la cuestión nacional de los valencianos podrían operar, de confirmarse, en un sentido muy definido para las expectativas de las fuerzas en litigio en nuestro país. Un catalanismo político sin matices auspiciado por ERC aquí avivaría las cenizas del secesionismo lingüístico, pondría al inmenso esfuerzo que ha supuesto la AVL en cuestión y enfrentaría al BNV de nuevo con contradicciones de las que apenas acaba de salir. Una actitud de pinza sobre el agua del Ebro/Ebre de los gobiernos catalán y aragonés daría al PP valenciano una fácil ubicación en un victimismo inusual (curiosamente no producido por el gobierno central) capaz, por otra parte, de mediar directamente en la obtención de victorias electorales sobredimensionadas, y al PSPV-PSOE la resignación de quedarse en la posición del derrotado a manos de su propio partido.

Por todo ello, Morera debería hablar con Carod sobre el daño que puede hacer aquí el autismo nacionalista de ERC; Pla con Maragall, para evitar que el PSPV-PSOE sea el blanco sobre el que disparen todos los desestabilizadores; y, finalmente, Camps con los cuatro, si de verdad espera que lo que ocurra en Catalunya no afecte innecesariamente a la buena marcha de nuestro autogobierno. Quedándose quietos, y creyendo que contra la fatalidad nada puede hacerse, se equivocarían. Tiempo al tiempo.

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