Compromiso para la diferencia
El extranjero, Tiempo de silencio y Austerlitz son novelas más que importantes, referenciales en la tradición literaria europea. Tienen eso en común. También el hecho de que sus autores, Albert Camus, Luis Martín Santos y W. G. Sebald, murieran en el esplendor de su creatividad y de su prestigio (Camus acababa de recibir el Premio Nobel) en tres estúpidos accidentes de tráfico. Sería interminable el recordatorio de las personas que se han dejado la valía y el talento en una carretera. Pero no me he olvidado del nombre tan bonito, Colinas de Trasmonte, de aquel lugar triste donde murió la cantante Cecilia, una madrugada de mi adolescencia, empotrada contra un tractor que no llevaba luces.
Lo digo muy en serio. Cuando me enfrento con las estadísticas negras del tráfico (las del puente de la Constitución han reventado todas las previsiones y/o esperanzas) lo primero que pienso es que esos muertos no son muchos, sino pocos; en el sentido de que no me explico cómo no se mata más gente con lo que la gente hace cuando se sube a un coche o a una moto. Despistes, imprudencias, pero sobre todo temeridades y salvajadas mil con las que nos hemos acostumbrado a convivir, como si tal cosa. Como si fuera inevitable, fatal. Una plaga de la naturaleza, una intemperie que arroja muertos y descalabrados, en lugar de chuzos.
Ésa es la mentalidad que hay que cambiar para que se detenga una sangría que resta en España casi 5.000 víctimas cada año, es decir, una media de doce muertos diarios, esto es, aunque parezca increíble, un ciudadano menos cada dos horas. Los accidentes no crecen en los árboles ni caen del cielo, son provocados. No es normal que se produzcan, sino el resultado, demasiado a menudo, de conductas antisociales, agresivas, cuando no directamente criminales. ¿Qué intencionalidad hay que presumirles a los acosadores de las luces largas que se pegan por detrás a un centímetro? O a los que van a cien por hora en una vía urbana. O a quienes ponen el intermitente y salen sin más, al volante de un tráiler, venga quien venga, quiero decir, quien caiga por el otro carril. O a los zigzagueadores de las rayas continuas. O a los que se ponen ciegos y luego cogen el coche, montando a cuatro amigos.
Eso es lo que hay; lo que presenciamos y padecemos un día sí y otro también. Y hay que empezar a mirarlo de otro modo, a mirar a sus autores como lo que son. Sus conductas incivilizadas merecen el rechazo, el desprecio y la rebeldía del resto de la sociedad. Y creo que combartirlas pasa también por asumir masivamente el compromiso de marcar la diferencia, suscribiendo, de la manera más amplia y polifónica posible, un pacto de responsabilidad y de decencia vial.
La Dirección de Tráfico del Gobierno vasco acaba de editar, dentro de su programa de educación vial, un videojuego destinado a escolares de 6 a 12 años. Se llama CiviRally y contradice muy oportunamente las invitaciones a la conducción salvaje de otros videojuegos que circulan (a sus anchas) por el mercado. El diseño del juego es atractivo, el formato apetecible (los niños además son esponjas cuando algo se les acerca desde la pantalla de un ordenador) y la pretensión irreprochable: formar desde la base peatones conscientes, pasajeros cuerdos, conductores civilizados.
Pero de poco o de nada (o de todo lo contrario) servirán estas y otras iniciativas, estos y otros aciertos, si luego esos niños recién ilustrados salen a la calle y lo primero que ven es cómo los adultos olvidan o descuidan o tergiversan o desprecian las reglas, las señales y las conductas que acaban de aprender. Si inmediatamente perciben que hay un truco, dos mundos disociados y antagónicos. La cruda y cruel realidad del tráfico en directo; y la dulce ficción del tráfico escolar, donde la vida se protege, ingenuamente, a cada paso.
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