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FUERA DE CASA
Columna
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Quevedescos estamos

El poeta es anarco, disidente, errante, desafinado, pero ni equidistante ni sectario. Es un chileno que pudo haber desaparecido, como otros, como tantos de los suyos, en 1973. Supervivió para seguir pensando, palpando y soñando con las hermosas. Poeta grande, muy grande, el quevedesco y bajito Gonzalo Rojas. El Cervantes es suyo para felicidad de muchos y contra los deseos de algunos del jurado. Parece que hubo intenciones de premiar a otro bajito, también anarco, pero más suave, más peludo, más aznarí, llamado Arrabal y residente en París. No pudo ser, "tocaba hispanoamericano". Además, Arrabal ya había recibido lo suyo con el Nacional de Literatura. Todo un lujo para el ministerio tener en su lista a alguien como Gonzalo Rojas entre las conquistas culturales que esa noche se presentaban en el Ritz. Cena que me perdí. Una pena, pero esa noche estuve quevedeando. Me disculpé, aunque ni estaba invitado ni se me esperaba. Pero no me gusta quedar mal. ¿Estaría Elorza entre los invitados? Salí de casa con pecaminosos pensamientos; quiero decir, con el recuerdo de algunos poemas de Rojas. Con la memoria de otra noche en que ya fue querido y premiado, en años felipistas, con el Reina Sofía de Poesía. La verdad, me gusta que ahora añada el Cervantes este quevedesco poeta. Aún más contentos estaban esa noche sus editores españoles, Gustavo Domínguez, Jesús Munárriz o Chus Visor. El premio a Gonzalo Rojas nos devuelve lo más quevedesco de esta corte que ya no cree en los milagros. El Madrid poético y nocturnal está contento. ¿Cuántos sabrían en la cena de celebración de los logros culturales del Gobierno de Aznar; algunos deberían saber que han premiado a un poeta, a un hombre poéticamente libre que se confiesa preparado para comer con los burgueses, bailar con los burgueses y también para palpar a sus mujeres, embriagarse con su vino y desnudar a sus semidesnudas mujeres? Es un amable aviso para los que quieran sentar a un poeta a su mesa. Rojas, con sus 86 años, sigue religiosamente religando las piernas de las muchachas.

No estuve en la cena del Ritz, no. Pero estuve en otra quevedesca que organizó Lorenzo Díaz, el buscón de nuestras cocinas barrocas. Bien acompañado por quevedescos -aunque en ausencia de Pérez-Reverte y Alatriste- como Juan Luis Galiardo, Juan Echanove, José Luis García Sánchez, José Carlos Capel, Cabañas y una pandilla de tragaldabas, pícaros y cocineros de variado plumaje que celebraban la supervivencia de la cocina del barroco. Genial Galiardo contándonos el paso -no muy honroso, pero con final feliz- de jamones extremeños por la frontera de Canadá. Jugándose el tipo, arriesgándose al delito federal, comprando voluntades fronterizas, salvándose de los perros y conquistando a la policía montada a golpe del mejor pernil... Todo es poco para defender el cine español. En el cerdo ibérico está nuestro mejor pasaporte. También me enteré de algunos de los ritos particulares de los grandes gurús de nuestra mejorada forma de comer. Nada que ver con cocinas caníbales, sino con ritos de infancia y adolescencia, allí donde debe estar instalada una idea de nuestros perdidos paraísos. Me cuentan que Juan Mari Arzac -el primero, el más grande- cuando viene a Madrid le gusta volver a una de esas barras de las populares gambas a la plancha, El Anciano, emblemático lugar de isidros y taurinos, muy cerca de la Puerta del Sol. Y que al gran renovador de las renovaciones, al nuevo mandarín, Ferran Adrià, le encantan las patatas bravas y el pulpo de los bares del callejón del Gato que ya conocieron las cogorzas de la pandilla de Valle-Inclán. Perfecto regreso de estos genios periféricos al corazón de las esencias patrias y esperpénticas. España es así. Y París, también.

París admira la rareza sin grasa de Vila-Matas, pero se deja seducir por la deliciosa tentación del jabugo. Lo comprobé en unas noches parisienses guiados por Óscar Caballero, que acaba de publicar la mejor guía de esa ciudad que "no se acaba nunca". Cenamos en el lugar central de la novela de Vila-Matas, Closerie des Lilas, el famoso café-bistrot que vio beber y comer a Verlaine, Wilde, Picasso, Hemingway o Fitzgerald. Estábamos celebrando esta guía de los placeres de Óscar Caballero, un perfecto español quevedesco que nació argentino y reside en París, en compañía de la mujer empresaria de moda, Magda Salarich -directora general de Citroën-, de López Canís, Fernando Jover y toda una pléyade de gourmets a la española. Lo mejor, el escenario. Con Juliette Grecó y Robbe Grillet incluidos, que parecían parte del decorado. Aunque el orgullo patrio, el paseo triunfal, nos lo hizo Caballero por los últimos lugares de los nuevos ritos del lujo culinario de la capital gastronómica. Absoluto triunfo del jamón de bellota. El principal culpable tiene un nombre: Philippe Poulanchon. Le siguen de cerca algunos españoles tan empeñados como Alberto Herraiz, que en su Fogón de Saint Julián ha conseguido, con la ayuda de Ramón Chao, que no tengan nostalgia del jamón y otras tapas Victoria Abril, Miquel Barceló, María de Medeiros u otros gustosos de nuestros cerdos como Catherine Deneuve o Pierre Cardin. París no se acaba nunca, pero si siguen con estas aficiones belloteras tendremos que volver a defender nuestras esencias. El jamón es nuestro, ¿dónde los majos de antaño?

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