Regalos sorpresa
Tomó, pues, Yahvé al hombre, y lo instaló en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara. Y Yahvé dio al hombre este mandato: de todo árbol del jardín podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, pues el día en que de él comieres, morirás sin remedio".
Menos mal que le avisaron. El mito judeo-cristiano de la Creación empieza con un regalo. Como si fuese una cabaretera, a un tipo le ponen el mejor piso construido hasta la fecha, pero también, como a la cabaretera, se le exige una condición. Acto seguido, con ayuda de una cómplice, el obsequiado no tiene mayor impulso que echarlo todo a perder. De esta primera historia bíblica, extraemos enseguida dos conclusiones. La primera es que el ser humano siente una profunda atracción por el misterio y su consecuencia inevitable: el abismo. La segunda tiene que ver con la afirmación de Montherlant: "La felicidad escribe en blanco". Toda ficción es la crónica de una desgracia, superada o no, pero desgracia al fin. Toda literatura donde aparece un regalo, un obsequio, un presente, un don y hasta una ganga nos está diciendo desde el principio que ese regalo está envenenado. En la misma Biblia, sin irnos demasiado lejos de los días edénicos, encontramos un nuevo caso de regalo-bomba. José, el hijo de Jacob, recibe de su padre una túnica larga y con mangas que el patriarca ha hecho con sus propias manos. Entonces, "viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos ellos, lo odiaban, y no podían hablarle amigablemente". No es que le hablasen mal y ya está, sino que José es vendido a los egipcios por sus cariñosos hermanos, y pese a que el afectado tiene en general una actuación brillante durante el exilio, la desgracia se cierne sobre el pueblo hebreo. La recopilación bíblica de regalos sorpresa debiera terminar con un hecho esperanzador. Me refiero al "todo eso te daré si postrándote me adoras". La oferta que el Diablo hace a Jesús no era nimia, pues incluía "todos los reinos de la tierra y su esplendor", nada menos. Sin embargo, Jesús ya estaba al tanto de las trampas de cualquier oferta inmobiliaria en exceso apetecible y prefirió que fuese un simple mortal, Fausto, quien cayese en el tentador canje "todo sólo por su alma" que parece un regalo, se mire por donde se mire.
La primera imagen de la llegada de Santa Claus a los hogares por vía aérea es del relato Historia de Nueva York, de Washington Irving, pionero de los cuentos de Navidad
Pero antes de llegar al mito fáustico, nos desviaremos por otros carriles de la Historia y visitaremos exóticos lugares. La sabiduría oriental, por ejemplo. Esos breves apólogos que tan molestos resultan a veces, por precisos, por repelentes. Así, cuando el mandarín quiso obsequiar al sabio que le había sacado de un apuro con cualquier cosa que le fuera pedida, éste contestó: "Dame lo quieras, excepto tu secreto". Todos aceptamos que la respuesta es el no va más de la inteligencia, pero si somos sinceros y occidentales, reconoceremos también nuestra preferencia por el testimonio de las desgracias que provoca un excesivo anhelo a que nos expliquen de modo exiguo y cabal que es mejor no desear.
Otro aspecto del regalo como hecho literario tiene su origen en la Edad Media. Me refiero a las hagiografías o "vidas de santos" como la Legenda Áurea de Jacobo de la Vorágine o el Synaxarion de Metafrasto. Estos individuos, en un ejercicio muy consciente de desinformación, urdían invenciones formidables para elevar la categoría de ciertos individuos que, por una razón u otra, habían llegado a santos. Una de esas biografías es la de Nicolás, que fue obispo de Asia Menor durante el siglo IV. Nicolás sabía qué teclas pulsar, ya que sus hagiógrafos no dudaron en cantar alabanzas desmedidas sobre su buen hacer, y cuando Nicolás no salvaba a marinos atrapados por la tormenta, defendía a los niños, y cuando no defendía a los niños, repartía obsequios entre los pobres. Su leyenda se extendió por Europa dando lugar a Sankt Nikolaus. Es decir, Santa Claus. La primera imagen de la llegada de Santa Claus a los hogares por vía aérea es del relato Historia de Nueva York de Washington Irving, narración pionera a su vez de los cuentos de Navidad. La responsabilidad de la imagen del gordo ridículo con barba blanca es del dibujante Thomas Nast, que la inmortalizó en la revista Harper's a finales del XIX. No sé qué pensaría el obispo de Asia Menor Nicolás si levantase la cabeza.
Fausto, tal como lo escribió Goethe, no trata de un regalo, ni siquiera de un contrato o un pacto. Es, en realidad, una apuesta doble. Mefistófeles apuesta con Dios a que corromperá a Fausto, y con Fausto, su alma a que no es capaz de recuperar la juventud y desenvolverse en su nueva y más dinámica existencia sin llegar a pronunciar la frase: "Detente, momento ¡eres tan bello!". Está tan de más decir que Mefistófeles haría un carrerón en Las Vegas como que hay apuestas, contratos y pactos que parecen regalos. Una de las gracias del asunto es que todos vendemos nuestra alma por mucho menos. Otra es que todos pensamos que cualquier cosa que nos devuelva la juventud es un regalo. Una tercera es que ése, precisamente, supone el peor de los regalos que se nos pueda hacer. El mito fáustico quizá siga siendo el gran tema de la literatura moderna. Y no sólo en sus variantes elevadas (el Doctor Faustus de Mann, por ejemplo), sino incluso en la literatura más popular que, empezando por El Conde de Montecristo, basa su peripecia en tenerlo todo, menos la ingenuidad o la calidad del espíritu que impulsó una vida, para llevar a cabo desde una venganza hasta una gran obra que se acaba corrompiendo de modo trágico, fatal.
Dos son, a mi parecer, las grandes novelas modernas que giran en torno a un regalo. Una es La copa dorada, de Henry James. El escritor norteamericano adivinó con la ayuda de Balzac y, según sus propias palabras, que "el dinero es la música del futuro". Llevado de este lema, fue enrareciendo su prosa y sus argumentos con las resonancias que esa música, cada vez más disonante y confusa, iba dispersando en el aire ficticio. Una de esas resonancias la provoca el Príncipe al golpear con el dedo el cristal de la copa bizantina pintada en oro que está valorando con su antigua amante, amiga de su prometida y futura esposa de su suegro, objeto que finalmente decidirán no adquirir alegando, sin fundamento, que tiene una grieta. Por un azar, y tras no pocos avatares en ese "asunto a cuatro" que han formado los protagonistas del libro, la misma copa será adquirida años después por la esposa del Príncipe para regalársela a su padre. El anticuario, al ir a llevar personalmente el obsequio a casa de la compradora, porque ha descubierto que, en efecto, la copa presenta una grieta y el precio debe ser más bajo, descubrirá en unas fotografías a los mismos que unos años antes estuvieron a punto de comprarla y que a él le parecieron, por su grado de intimidad, "novios o recién casados". Y lo dice, tal cual. Ese descubrimiento no desencadenará una tragedia, sino que implosionará en un drama oculto, típico de James, aún más doloroso y efectivo. Resonancias, ruido y tintineo de dólares, mientras, como llega a decir el Príncipe: "Terrible es el corazón del hombre". La copa es un símbolo. La grieta, no te digo.
La otra gran novela de regalos
pertenece al subgénero "herencias" (que tiene también un gran ejemplo breve en Silvio en el Rosedal, de Julio Ramón Ribeyro) y da una nota, si no de felicidad, al menos de lúcida comedia para acabar con este breve resumen. Me refiero a la obra maestra El legado de Humboldt, de Saul Bellow.
El asunto de El legado de Humboldt no puede ser más claro: el naufragio sin paliativos del intelectual en la América contemporánea. Acaba de morir quien una vez fuese maestro del protagonista y narrador Charlie Citrine, el llamado Von Humboldt Fleisher (personaje basado en el poeta Delmore Schwartz, maestro de Bellow y, curiosamente, de Lou Reed). Durante cuatrocientas páginas asistimos a lo que fue la autodestrucción y el olvido de la gran promesa de su generación (literal: "La obra de Humboldt era, justamente, lo que todo el mundo había estado esperando"), contemplamos también la envidia que en él despierta el éxito de su antiguo discípulo Citrine y, en la contemporaneidad de la obra, asistimos al desastre en que se ha convertido la exitosa vida del propio Citrine por practicar la diplomacia con los dones de la vida moderna: divorcios, amantes chupasangres, mente dispersa y la hipercómica persecución de un mafioso de tercera llamado Rinaldo Cantabile. Hacia el final de la novela, y tras un miserable primer entierro de Humboldt, se descubre un testamento en apariencia ridículo, dos argumentos cinematográficos, y no menos ridículos, que veinte años antes escribieran a medias Citrine y él mismo para pasar el rato. El caso es que uno de ellos ha sido plagiado y se ha convertido en una película, Caldofredo, de gran éxito en todo el mundo. La paradoja es que cuando el asediado Citrine va a ver el filme, su reacción ya no es la que se espera de él, y así, mientras llora por la memoria de Von Humboldt, piensa: "Todo eso contemplé, sintiendo un gran júbilo. Todo eso se había originado en mi cabeza, en Princenton, Nueva Jersey, hacía veinte años. No es que fuese un gran logro. No hacía sonar las campanillas en el universo lejano. No influí de ningún modo en la brutalidad o inhumanidad, no esclarecía mucho ni impedía nada. Sin embargo, allí había algo. Era grato para ciento de miles, de millones de espectadores". Y eso quizá sea mucho o poco, pero seguro que es comedia. Citrine se salvará de la quiebra económica y quizá vuelva a sus altos asuntos. Un cariñoso guiño desde ultratumba de un intelectual destruido a otro, un atisbo de trágica humanidad cortés sin trampas ni hipocresía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.