La bufanda
Temía que la imitación al presidente norteamericano llegara a mayores. Desde que Bush apareció disfrazado de piloto sobre un portaaviones, esperaba que Aznar visitara una base naval vestido de hombre rana.
Me he equivocado. El 3 de diciembre, nuestro presidente visitó El Ferrol vestido de otra forma y pasó revista a la Infantería de Marina. Al fondo de la foto se ve el casco gris de una fragata; más cerca, a los infantes de marina y, en primer plano, al presidente con una gabardina clara y una bufanda a juego. Una enorme bufanda con flecos anudada al cuello y más visible que la bandera de los soldados.
La vestimenta es poco importante, pero no despreciable, porque la ropa, además de abrigar y de adornar el cuerpo, es un sistema de comunicación. Aunque vestimos libremente, no llevamos blue jeans para acudir a una cita importante, los médicos no visitan a sus pacientes con un mono de Superman, los profesores no dan clase en bañador y los jueces no sustituyen sus togas por túnicas de hare krishna. El presidente del Gobierno está atado por las mismas convenciones y, en los actos oficiales, se debe a las normas.
La revista de un mandatario a una tropa armada es un acto solemne que se desarrolla según un ritual reglamentado y una estética tradicionales. Los militares practican esa cortesía antigua para expresar su acatamiento a las legítimas autoridades políticas y, como otras tantas ceremonias, existe un sistema de reciprocidad. Cuando las tropas no forman con capote y aguantan el frío y la humedad a cuerpo limpio, es costumbre que quien les pasa revista se quite también el abrigo. Sólo la edad avanzada o la mala salud permiten escapar a la regla y continuar abrigado siempre que sea con una prenda clásica y de color negro o azul oscuro. Jamás con una gabardina clara y menos con esa enorme bufanda, tan propia de Isadora Duncan.
Los servicios de protocolo de la presidencia conocen perfectamente tales normas. También sabían su trabajo en aquella visita a Cuba donde Aznar se quitó la chaqueta mientras el Rey la mantenía puesta. La buena educación del séquito procuró disimular en La Habana y ha disimulado también en El Ferrol. Nadie abrió la boca ante la gabardina y la bufanda. Después, la Infantería de Marina desfiló a los acordes de una marcha militar. Si los marinos hubieran puesto su protocolo en línea con la frivolidad presidencial, los soldados habrían desfilado al ritmo de La Conga o de La vaca lechera.
Una prenda de vestir es siempre un símbolo, que desvela pensamientos no expresados con palabras, y el desenfado del presidente en cuestiones protocolarias es la punta del iceberg de los menosprecios que el señor Aznar dirige al país. Comenzó por despreciar a la oposición política y se despide irritando a todo el mundo.
Mantener una actitud democrática parece sencillo, basta con respetar a los demás, sobre todo si no comparten los propios puntos de vista. El respeto de un gobernante debe ser exquisito hacia todos los gobernados y, además, cuidadoso con personas como los militares, que tienen el deber de obedecer en silencio. Son servidores del Estado, no criados del presidente, y, aunque se callen, tales desaires les importan mucho. Sobre todo cuando tienen la sensibilidad a flor de piel en estos tiempos de guerra.
Claro que, oficialmente, guerra no tenemos. Aunque más de setenta militares han muerto en misiones exteriores y 1.200 soldados viven en Irak, en situación de campaña. Soldados que son parientes, amigos o conocidos nuestros, de modo que más de mil familias españolas temen por esa guerra que no existe. Aunque, cada día, produce víctimas.
El Gobierno hizo viajar a los militares en costrosos aviones, hasta que surgió la tragedia. Ahora ha negado los honores reglamentarios a muertos del CNI, a pesar de que eran militares, vivían en una base militar, informaban a una unidad militar y han muerto combatiendo en un país extranjero. El Gabinete ministerial les ha escamoteado las exequias a que tenían derecho, mientras ponía a salvo sus peculiares interpretaciones sobre la política internacional. En cambio, los cadáveres de los carabinieri han recibido en Italia todas las consideraciones debidas a su condición.
Nos dicen que no estamos en guerra y que el Ejército defiende la paz ante una conspiración del terrorismo internacional. Después de mucho padecer, habíamos dejado de escuchar el argumento de la conspiración internacional, nos habíamos acostumbrado a la paz y ya no temíamos los malos humores de los militares. Ahora tememos que regresen algunos fantasmas del pasado, porque se ha roto el consenso, la acción gubernamental excita en vez de pacificar, y el presidente menosprecia a diestro y siniestro. Mientras tanto, será difícil adaptarnos a las versiones oficiales y emprender el trabajo de llamar a las cosas por el nombre que nos imponen. Temo que los historiadores recibamos presiones inconfesables. A la luz de las nuevas definiciones, nos pedirán que llamemos de otro modo a la Resistencia francesa y que revisemos nuestras definiciones sobre el siglo XIX español. Una vez descubierto que los guerrilleros y resistentes eran terroristas, la guerra de la Independencia y las tres carlistadas perderán su identidad y hasta pueden pedirnos que rebauticemos Los desastres de la guerra de Goya como Los desastres del terrorismo.
No sólo los historiadores tendremos problemas. Los ayuntamientos deberán cambian el nombre a numerosas placas y monumentos dedicados a personajes antiguos, que fueron terroristas sin saberlo, y habrá que buscarle otra fiesta a la Comunidad de Madrid, porque, el 2 de mayo de 1808, el pueblo atacó terroristamente, en la Puerta del Sol, a los soldados de una coalición internacional.
Mientras tanto, el Gobierno afirma que trabaja para la seguridad y para la paz. En esta España democrática, civilista y plural, convendría saber de qué seguridad y de qué paz nos están hablando.
Gabriel Cardona es historiador. Su último libro: El gigante descalzo. El ejército de Franco (Aguilar, 2003).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.