Miquel Barceló publica en Francia sus diarios africanos
"Escribo porque no tengo nada que leer", explica el pintor
El pintor mallorquín Miquel Barceló (Felanitx, 1957) acaba de publicar en francés, en la editorial Gallimard y dentro de la colección Le Promeneur (El Paseante) sus Carnets d'Afrique, un diario ilustrado que recoge las impresiones de lo vivido en el transcurso de sus diferentes estancias en Mali entre 1988 y 2000. El libro, de 210 páginas, de las cuales una cincuentena está ocupada por reproducciones de las hojas manuscritas y dibujadas del cuaderno con el que el propio Barceló ha viajado durante más de 10 años, es un mosaico de reflexiones, recuerdos, poemas, citas y anotaciones de todo tipo.
"Escribo porque no tengo nada que leer. Hete aquí una buena razón. Claro que podría pintar, pero ya he dibujado demasiado: unas tres mil hojas en pocos meses, entre treinta y cincuenta por día", explica Barceló al tiempo que describe la precaria biblioteca católica de Gao, con libros "que pierden sus páginas como la lechuga sus hojas" y en la que los volúmenes pueden tener una cubierta y un título que no corresponda a su interior.
A la vera del río Níger se hace más evidente que "para ser artista en Occidente sobre todo hay que evitar las calles vecinas a los ministerios de Cultura", dice el pintor, continuador de "un gran arte occidental en decadencia perpetua desde hace más de mil años". En Mali, en un contexto de gran pobreza, Barceló hace "cuadros que tengan sentido, que den sentido a todo eso", y descubre que ciertas obras no aguantan el viaje. Escucha música: Bach, canciones de Fauré, la voz de Camarón, Tom Waits, boleros mexicanos pero no música pop, "que aquí parece pasada de moda y aburrida". Un vendedor de pollos con una radio le permite reencontrarse con "la belleza absoluta" de Beethoven.
Las distintas residencias malinianas -Gao, Ségou o Gogoli- le llevan a aprender rudimentos de bambara, dogón y songhai, es decir, a no considerar el francés oficial como el idioma de un país cuyas fronteras en ángulo recto le interrogan: "Me gustaría saber quién dibujo las fronteras, qué pensaba, qué emoción sintió mientras cortaba tribus y familias como un cocinero japonés prepara el sashimi". En cualquier caso, Barceló, al tiempo que descubre aterrado que ahora, en uno de los pueblos en los que ha vivido, decenas de niños se llaman Miquel en su honor, mientras recorre el país en piragua, se da cuenta de que "aquí las cosas me parecen más verdaderas y pintables. En París mis cuadros me parecen más reales que las calles".
La angustia ante la propia civilización, ante una realidad de la que no quiere ser cómplice, le lleva a maldecir "todas esas absurdas organizaciones humanitarias", a describir etnógrafos y antropólogos como ladrones de tumbas o a ser grosero ante una bienintencionada y estúpida francesa que le pregunta qué hace en Mali. "Un estudio etnográfico sobre las costumbres de los blancos en Mali. Se propone para ayudarme y le pregunto si caga todos los días y si luego se limpia con la mano derecha, con papel o si pasa de él...", le contesta.
El respeto por el pasado, por las personas y por un mundo anterior al plástico hace que se emocione al "regresar de visita al barrio de Gao en el que viví cinco o seis años antes. Mis antiguos vecinos me cogieron de la mano y me llevaron a mi viejo domicilio. En las paredes había las mismas manchas de pinturas que dejé y el calendario, de cinco meses de 1988, que dibujé entonces. No hay nada más desagradable que, por ejemplo, cuando vuelves a Barcelona después de un año de ausencia, no conocer las calles, ni los bares, ni los camareros, ni la ciudad".
Escrito en su mayor parte en catalán, con algunas páginas en francés y frases en inglés y castellano, el libro se inscribe en una larga tradición de pintores que cogen la pluma para interrogarse por el sentido de lo que hacen y de la propia vida. El Barceló que aparece tras sus páginas, empeñado en merecer la condición de personaje de una novela de Paul Bowles, está a la altura de sus mejores pinturas.
Babelia
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