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La degradación de las Cortes Generales

Francisco J. Laporta

En estos días se ha vuelto a recordar aquel célebre comentario de Bismarck: "La gente no dormiría tranquila si supiera cómo se hacen las salchichas y las leyes". No sé lo que pasará hoy con las salchichas pero en punto a leyes la cosa está, efectivamente, como para no dormir. Con el problema añadido de que, a diferencia de las salchichas, las leyes forman siempre parte de la dieta cotidiana. Te las sirven a la mesa quieras o no quieras. Y la cuestión es que transformar las Cortes Generales en una salchichería mala, que es lo que puede acabar por ser al paso que va, pugna un poco con la decencia y con la ley, porque las Cortes representan al pueblo español y son el órgano mediante el que ejerce cotidianamente su soberanía. Un poco más de respeto por su labor sería exigible de cualquier partido, y mucho más de aquel que tiene la mayoría absoluta. La Constitución dice que las Cortes son inviolables, y esto significa que nadie puede amenazarlas desde fuera. Lo que no podíamos imaginar es que fueran a ser desfiguradas desde dentro. Y esto es precisamente lo que está pasando. Para mostrarlo no hay más que girar una breve visita a su interior y ver cómo se está actuando allí un día sí y otro también.

La actividad legisladora que desarrolla esa representación del pueblo español y su voluntad soberana es actualmente un fraude sin paliativos. Allí ni se estudia, ni se delibera, ni se debate nada. La hegemonía del Partido Popular lo impide siempre. La mayoría de los proyectos se llevan a la vía de urgencia, viniendo a resultar así que la media de discusión de cada uno de sus artículos no pasa de los cincuenta segundos, los antecedentes para pronunciarse sobre ellos han acabado en puro formulismo, y a veces tampoco aparece por ningún lado la memoria económica. Se ha llegado incluso a la corruptela de celebrar las comparecencias sobre una ley después de que la ley sea dictaminada. Y tantos otros esperpentos. Pero el colmo del descaro es la utilización del Senado para evadir toda deliberación y legislar con urgencia a gusto del Gobierno. El Senado, por fin, parece haber encontrado esa misión que no aparecía clara en la Constitución: no es ya Cámara de segunda lectura, porque leer, lo que se dice leer, allí no se lee nada. Todo va en ella a tanta velocidad que no da tiempo para semejantes lujos. Pero es sin embargo indispensable como Cámara para una novedosa práctica: legislar de matute. Todo aquello que se quiere poner en vigor con prisas y poca reflexión va en una enmienda inesperada adherida a cualquier ley que esté tramitándose en el Senado. Eso es lo que se llama coloquialmente "colgar" enmiendas. En el arte de colgar enmiendas la mayoría absoluta del PP, tan constitucionalista ella, ha adquirido una rara habilidad y una ilimitada osadía. Lo ha venido haciendo a lo largo de estos meses hasta extremos escandalosos. Cualquier ley, por importante que sea, se modifica o se rellena de preceptos extraños mediante el procedimiento de colgar en ella a última hora alguna enmienda. Hay ejemplos para todos los gustos porque muchas de las leyes que pasaban por allí han salido provistas de estos colgajos legislativos. La llamada ley de acompañamiento estrena más de cien. Y ahora todo el mundo está escandalizado por la modificación de matute del Código Penal con una nueva disposición adicional ¡a la ley de arbitraje! Ya era hora, porque no se puede silenciar por más tiempo que con este proceder se degrada la discusión legislativa hasta límites intolerables. Por lo que a su constitucionalidad respecta, no me cabe la menor duda de que se trata de un comportamiento fraudulento respecto del procedimiento legislativo. Porque si una enmienda de esas colganderas no tiene absolutamente nada que ver con el contenido del proyecto de ley del que se cuelga no puede decirse en sentido estricto que sea una enmienda a ese proyecto de ley, sino una manera fraudulenta de aprobar una norma nueva sin someterla al procedimiento legislativo ordinario. La falta de antecedentes y la urgencia que suele acompañar a estas maniobras contribuyen a evitar que nadie pueda discutir el contenido de esas normas nuevas. Se pasa así en unos días de los antojos del Gobierno a la puesta en vigor de una nueva ley sin que la deliberación parlamentaria se haya producido siquiera. Las Cortes Generales, por tanto, sobran.

Lo que más sorprende de estas prácticas corruptoras es que los mismos que las hacen se permiten después el lujo de tachar a los demás de incurrir en fraude y ser enemigos de la Constitución, cuando en su proceder cotidiano ignoran sus más elementales deberes constitucionales y se han especializado en los atajos. El Gobierno, y en particular el ministro de Justicia, ha dado en la desdichada práctica de usar la ley para hacer propaganda: cosa que pasa en la calle, ley que anuncia. La gente se lo está tomando ya a risa, pero es algo muy serio porque produce un deterioro institucional quizás irreversible en órganos constitucionales que deben ser el corazón del sistema democrático. Sin embargo a nadie parece importarle mucho: ni a los jueces, ni a los juristas del país, ni a los propios letrados de las Cortes. Y mucho menos naturalmente a las autoridades de las Cámaras, que están, desgraciadamente, en el mismo juego que sus mandantes. Los presidentes de ambas son el arquetipo de lo que no debe ser un presidente. Ni siquiera han intentado acercarse a la orilla de virtudes tales como la neutralidad, la flexibilidad o la tolerancia. Ignoran sistemáticamente todo lo relativo a peticiones de información, deberes del Gobierno o protección a las minorías. Su terco partidismo es conocido de todos y sus decisiones se orientan sin rubor a favorecer a los que los llevaron al puesto. A la presidenta Rudi se la llama coloquialmente la "delegada del Gobierno". En su mesa ni se delibera ni se discute: simplemente se vota. Y el Gobierno presenta o no presenta la información que se le pide a su real agrado. Hasta el punto de que ha determinado que los diputados tengan que acudir a veces a vías judiciales para ver satisfechas sus legítimas demandas. El bochorno que debería producir en cualquier parlamento que sus miembros acudan al poder judicial para desarrollar su función no parece afectar a estos responsables. Su obsequiosidad con quien manda está por encima de cualquier consideración institucional. Pero las instituciones que regentan son las más importantes de una democracia moderna. Y no debemos ocultar por más tiempo que se encuentran en un preocupante estado de deterioro.

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Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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