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Columna
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A título póstumo

A título póstumo y en el Centro Nacional de Inteligencia, en Madrid, el Rey de España le impuso la Cruz Oficial de la Orden del Mérito a los siete espías españoles asesinados en Irak. Las banderas sirvieron para lo que suelen servir siempre: para tapar ataúdes. Los familiares lloraron cristales y espinas, como hacen las mujeres y los hijos de los iraquíes muertos, y quizás alguno se acordó de una vieja canción de Bob Dylan en la que un soldado, al volver de la guerra de Vietnam ciego y en una silla de ruedas, espantosamente mutilado, le dice a los que le esperaban en la estación del tren con himnos y discursos patrióticos: lo único que se aprende en un campo de batalla es que el miedo de tu enemigo es exactamente igual a tu miedo. A título póstumo y también en Madrid, en el Congreso de los Diputados, se le rindió homenaje a las víctimas de Franco. Represaliados, les llaman, y uno se estremece al pensar todo lo que significa esa palabra: torturas, prisiones, ultrajes, destierros, fosas comunes, tiros en la nuca... El PP no participó porque cree que lo contrario de la memoria es el rencor, en lugar del olvido. En otra parte de la ciudad, en Nuevos Ministerios, la estatua de Franco no pudo sonreír porque la piedra no sonríe, pero sólo por eso.

A título póstumo, la gente va a ser muy feliz y va a tener lo que desea; su vida será sonrosada y perfecta, como la de un niño despreocupado que se balancea en un columpio sin pensar en otra cosa que en esos dos mundos alternativos que ven sus ojos, cielo, jardín, cielo, jardín, cielo, jardín.... Eso es lo que piensan muchos, supongo, o lo que le hacen pensar estas sociedades basadas en la promesa del futuro. El futuro es algo que ha cambiado al menos dos veces de sitio: pertenecía al terreno de la moral, pero luego se fue al de la política y ahora está, simplemente, en las aguas jurisdiccionales de la publicidad. ¿Quiere un futuro? De acuerdo, lo tendrá; lo único que tiene que darme a cambio es, según el caso: su voto, su dinero, su confianza, su tiempo, su trabajo. No se preocupe, déjelo todo en nuestras manos y usted controlará su vida. Si es nuestro, será suyo.

Llega la Navidad y Madrid se llena de futuro. Se encienden luces: quinientas mil lámparas, según dicen; se venden Jesucristos; se anuncian paraísos; se cocinan manjares; se multiplican los dulces; crujen los papeles de regalo. Celebramos, quién sabe por qué o para qué, el fin del año. ¿Por qué, si eso significa que somos menos jóvenes? Pues porque el año que viene será el definitivo, quién dice que no; estamos a punto de coronar cada uno nuestro propio Everest. Sean optimistas, quiéranse, sigan corriendo, consuman, no se paren. ¿Se han fijado en cómo cambia el ritmo de la ciudad cuando llega diciembre? Vamos, continúen.

A título póstumo, todo va a arreglarse, por eso ahora todo se puede aplazar, piensan los menos decididos, los más conformistas. El año que viene, será otra historia. El año que viene mis dianas no van a tener nada más que dieces. El año que viene no habrá en mí o a mi alrededor mentiras, ni miedo, ni mezquindad, ni cobardía, ni rencores. Será como cuando cae la nieve, cubre las calles y los tejados y la ciudad entera se vuelve blanca, perfecta, un mundo sin cicatrices, recién inaugurado. Ahora es el momento, sal ahí y deja una huella que sea el kilómetro cero de tu nueva vida.

Hay algo bello en la Navidad, en su entusiasmo colectivo, en su necesidad de parecer dichosos y bienaventurados; da lo mismo si la consideramos una fiesta religiosa o comercial, algo que tiene que ver más con las catedrales o con los grandes almacenes. La Navidad, al menos para los que no tienen que pasarla en un albergue o en las calles, cubiertos con unos cartones, tiene algo bello. Pero el poeta Rilke ya dijo que lo bello es siempre el comienzo de lo terrible, y dentro de esta belleza navideña también hay algo terrible. ¿Qué es? ¿Qué hay debajo? A lo mejor es la duda, ese abogado de la inteligencia que, a menudo, nos hace decirnos la verdad: no, no es cierto, nada de esto es cierto, todo va a seguir igual, casi igual, demasiado igual. Miro Madrid y le veo todo eso a mucha gente. Veo una cierta angustia junto a los árboles iluminados, los escaparates resplandecientes como cometas y las bolsas llenas de regalos. No me pueden engañar: se lo veo en los ojos. Todas las navidades terminan por ser bellas, a título póstumo, y ésta más que ninguna. ¿Lo bello siempre termina por ser terrible? Dicen que Rilke murió al pincharse con una rosa. ¿Será cierto que eso puede pasar? ¿Me va a ocurrir a mí?

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