Un factor de riesgo

Los agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) abatidos en Irak sabían que se la jugaban a cada momento en el país. Los informes elaborados por el propio CNI alertaban del "alto riesgo de atentado" en el que vivían los funcionarios españoles en Bagdad, tanto en la Embajada (trasladada ya a otro edificio) como "en los desplazamientos". La peor de las hipótesis se confirmó con el asesinato de José Antonio Bernal, miembro del CNI, el 9 de octubre a la puerta de su casa en la capital iraquí.
La noche anterior, varios agentes habían cenado con él en el chalé en el que residía. A la mañana siguiente, Bernal fue objeto de un intento de secuestro, pero tras defenderse con todas sus fuerzas fue perseguido y asesinado cuando estaba tirado en el suelo boca abajo. Bernal llevaba dos años en Bagdad y estaba acreditado, al igual que Alberto Martínez González -asesinado el pasado sábado- como miembro del CNI ante sus homólogos del servicio secreto de Irak. Es decir, eran agentes declarados y no encubiertos. Ambos fueron evacuados de Irak en febrero, ante la inminencia del ataque de Estados Unidos y el Reino Unido.
Pero al acabar la operación de invasión, ambos terminaron su retiro en Amán (Jordania) y regresaron a Bagdad. Lo hicieron a sabiendas de que el ser conocidos por el antiguo servicio secreto de Sadam Husein era un factor de riesgo. Sin embargo, confiaron en su conocimiento del terreno, en sus contactos y en sus relaciones. No fueron suficientes. Tres individuos, al menos, asaltaron a Bernal y lo mataron. Según personas cercanas a Alberto Martínez, éste pidió a sus superiores el relevo en su puesto el mismo día del asesinato de Bernal. Defensa no confirmó ayer este extremo. Martínez viajó a España, donde estuvo de descanso hasta mediados de noviembre.
Entonces, Martínez regresó a Irak, si bien se instaló en la zona bajo control español. Las últimas semanas las había dedicado a instruir a los compañeros que les iban a dar el relevo. La mayoría había llegado entre julio y agosto para una misión inicial de seis meses. "Ellos sabían el riesgo que corrían y habían ido voluntariamente, porque consideraban que ése era su trabajo", relataron ayer sus familiares a las puertas del pabellón de docencia del hospital Gómez Ulla, donde estuvieron instaladas tres de las siete capillas ardientes.
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