Un país de ensueño
Mucha gente está orgullosa de ser de aquí o de allá. Existe una cuasi mística que se ensaña en los orígenes y sirve para el roto y para el descosido. Hasta el punto de que ante la globalización se refugia medrosilla en sí misma o se inventa la dulce panoplia de que el pequeño resiste mejor al grande haciéndose más pequeño. Unamuno les decía a los sudamericanos que le insultaran con tal de que lo hicieran en español. Algunos, en efecto, le insultaron, pero no en inglés porque no lo sabían. (Hoy como ayer, el inglés es esa lingua franca que se supone que hablamos todos, pero que no habla casi nadie. Cuando los normandos llegaron a Gran Bretaña se entendían con los anglosajones en latín. Que uno sepa, González antes y Aznar ahora necesitan traductores, con el poco o no tan poco peligro que eso conlleva. Alguien me dice, entre avieso y jocoso, que este siglo terminará con una auténtica lingua franca: el mandarín. Profecía que no se creen ni en Estados Unidos; pero allí, al menos preocupa.
Mientras tanto, éste es un país de ensueño, aunque voces perversas dirían ensoñación o encantamiento. Más encantado y dormido que jamás lo estuviera Dulcinea, tanto que su existencia sólo discurrió en la mente de otro embrujado. Símbolo de lo que en sus ensoñaciones ven tantos patriotas de estos y de todos los pagos. Esos que se declaran "orgullosos" de ser de aquí o de allá, como si tal dato, meramente estadístico, tuviera en puridad algo que ver con ellos. Escribió Baroja que a él le gustaría ser ciudadano de un país de vanguardia, algo que no podía decir del suyo. A quien esto escribe le parece que amar sin ser correspondido es un obsceno fallo estructural de la personalidad. Bous al carrer, despeñamiento de cabras desde la cumbre del campanario, corridas de toros y tantas otras peculiaridades de esa índole. Vengan huestes freudianas a decirme que, por más que las rechace, tengo algo que ver con eso. Con eso tiene que ver el ir a remolque de la vasta gama de leyes, normas y servicios asistenciales que ennoblecen el tejido social de los países avanzados de Europa. A remolque y a desgana, pues la voz política de turno confunde el progreso con el mercado. Crecemos luego cabalgamos, por más que la muerte del abuelo haya sido delatada por el hedor.
El ministro Montoro nos hizo saber que las cuentas del Estado para 2004 son un puro empacho de euros y gloria. Hay un superávit del 0,5%, algo de lo que no pueden envanecerse otros, como los franceses y los alemanes. Podridos de envidia es lo que están y eso explica la merma de efusión sentimental en el trato con nosotros. Al paso que va el tándem Alemania-Francia, puede terminar el año entrante con un déficit presupuestario más cercano al cinco que al cuatro por ciento. El sentido común, sin embargo, nos dice que las cifras no significan necesariamente lo que parecen significar. Si ingreso cien y gasto 99,5, puedo estar peor en términos contables que un señor que ingresa mil y gasta 1.050. No existe proporcionalidad en la comparación, pues llegado el caso el rico puede echar mano de más resortes para equilibrar su presupuesto. Uno puede renunciar o aplazar un lujo y así enjuga su deuda; para hacer lo mismo, otro no paga la luz y se la cortan. Si Alemania recortara servicios hasta situarlos en pie de igualdad con los servicios que aquí presta el Estado, también tendría superávit.
Una cosa nos intriga. Dando por buenas las cifras del señor Montoro -cosa que muchos expertos no hacen- ¿qué diablos ocurre con el superávit? ¿Por qué no se ha ido gastando en "improductivo" gasto social, pero tampoco en el rentable, puestos en plan duro? Con esos 600.000 millones de pesetas excedentarias no basta, ni de lejos, para poner al día nuestras seniles infraestructuras. Ahora bien, rejuvenecerlas supondría un negocio redondo, muy superior a ese 0,5% de triunfal superávit del que nos informa el ministro. En este país y según cálculos, el coste de los accidentes de tráfico debidos al mal estado de carreteras y vías ferroviarias debe rondar el 0,6% del PIB, o sea, una cantidad mayor que la del superávit proclamado por Montoro.
¿Qué pasa con la educación? ¿No habíamos quedado en que era negocio, en realidad, la actividad más productiva que existe entre las consideradas como lícitas? Esto tiene nombre, tan repetido que el más ínfimo funcionario del ministerio de Educación y de las consejerías del ramo lo conoce: sociedad del conocimiento. Pero el saber empieza en la escuela primaria. En el país donde más ha arraigado el capitalismo, Estados Unidos, el Estado gasta más en educación que el presupuesto total de muchos países pequeños y no tan pequeños. Eso sí, el déficit presupuestario tal vez llegará pronto a rebasar ese 6% de tope que el Gobierno se ha fijado.
Ejemplos podríamos desgranarlos a placer. Algunos de ellos asombrosos, pues ni siquiera deberían figurar en el capítulo denominado "gasto social". Tales son los casos arriba citados, infraestructuras y educación. Multinacionales hay que incorporan ambos y no precisamente al capítulo de obras de caridad. Son parte del activo, si bien a medio y largo plazo. En nuestros gobiernos democráticos predomina el soslayo o la mirada franca a la siguiente legislatura. Lo que no es negocio presto y nítido es "filantropía" y se incluye en la lista de la resignación, la de los gastos sociales. En rigor, pocos gastos son sociales en estricto sentido filantrópico, sino que casi todos ellos, por no decir todos, acaban rindiendo dividendos materiales por añadidura. Pero en este país de ensueño, parecería que ni se tiene clara la frontera entre beneficio económico y gasto social, aun suponiendo que la tal frontera exista. Ni soy enemigo de la inmigración ni un exaltado de la diversidad. Resultado de eso es que preferiría que a los inmigrantes les ayudáramos en sus lugares de procedencia y que basáramos preferentemente nuestro equilibrio demográfico en la fertilidad de nuestras mujeres. Pero no hay guarderías, no hay escuelas infantiles públicas. De haberse resuelto en su día esa y otras ayudas familiares, ¿habríamos incluido tal problema en el capítulo de "gastos sociales"?
Así nos va en este país de ensueño. Por detrás de Portugal en gasto social y ocho puntos por debajo de la media europea. Con tendencia descendente desde 1993. Todo sea por el déficit cero. Pobre Keynes.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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