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Crítica:CRÍTICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

De asombro en asombro

La portentosa fábrica californiana -una factoría de sueños para vuelo y gozo de gente despierta y de mirada limpia- llamada Pixar acaba de sacar del horno de sus ordenadores y nos pone en bandeja aún caliente su quinta maravilla. Después de las dos locas e inefables Toy story (1995 y 1999), y luego la arrolladora Bichos (1998), y finalmente la ironía desmelenada de Monsters (2001), parecía imposible que las gentes de Pixar se superasen a sí mismas y fuesen capaces de llevársenos otra vez de calle, más allá que esos cuatro prodigios de inventiva, de agilidad, de emoción y de humor con mordedura para arrancar de un gastado corazón adulto el niño sagrado que aún alberga.

Y es que, mientras se ve Buscando a Nemo, la delicada e irresistible fuerza de arrastre de la pantalla, la ternura y la gracia que despiden las tumultuosas idas y venidas de ese tal Nemo -un mínimo pez marino, un pezqueñín que es una milagrosa combinación de candor, inteligencia y expresividad- no tienen más treguas que las estrictamente funcionales, las exigidas por la perfecta construcción temporal y dramática de esta mínima, exacta, gloriosa aventura. Me refiero a esos indispensables respiros de entre acción y acción, entre chiste y chiste, entre invento e invento, que ponen al descubierto las altísimas calidades y la precisión del mecanismo narrativo y de la construcción dramática del guión manejado por los 700 artesanos de la Pixar, gente archiprofesional, además de maga, y que, como conjunto, como equipo, como unidad creadora, son una de las más solventes, singulares y elevadas identidades artísticas con que cuenta el cine de ahora.

BUSCANDO A NEMO

Dirección: Andrew Stanton y Lee Un- drick. Género: aventura, comedia, animación. EE UU, 2003. Duración: 100 minutos.

Siguiendo el rastro de las aventuras del inefable pezqueñín, el corazón salta de asombro en asombro -¿hay acaso otra función más radical y más primordial del cine que crear en el niño y despertar en el adulto vuelcos y sobresaltos de la inocencia que parecían irrecuperables?-, y de vuelo en vuelo, y de oh en oh. Es el caso de la ida a la escuela del pececillo y su encuentro con el bruto y buenazo tiburón marrajo, un tosco bocazas que no soporta a los pulidos y aflautados delfines, que le parecen unos cursis inaguantables. Y la sorprendente incursión en un campo de minas sumergido y lleno de inquietantes recovecos visuales, que da un giro a la imagen y rompe el punto de vista inicial, para abrirnos a dimensiones oscuras y torcidas de la aventura, como la del espectro negro del submarino y la bajada al mar tenebroso. Cada bicho, cada pez, cada monstruito marino o terrestre, cada imagen, cada transición de escenario a escenario, son insuperables hallazgos de ingenio y sabiduría para mover un carácter, una identidad a flor de gesto. Es inefable, no se puede verbalizar, es cine de altísima pureza, la repetición por los pececillos de la aventura bíblica de Jonás en las tripas del pez grande; y el genial percance con esa caricatura de pájaro que es el pelícano; y la huida de la feroz niña hija del dentista; y el precioso episodio de la pececilla azul.

Y otros instantes de gracia e iluminación íntima, que hacen de Buscando a Nemo una batería antológica de gemas de su género, en el que hay que darle altura de capítulo aparte, de obra maestra, aunque sólo sea por su insuperable inversión del sentido de los juegos establecidos, que hace de Pixar un impagable y gozoso nido de magníficas transgresiones e irreverencias.

Dory, Marlin y Bruce (de izquierda a derecha), en una imagen de <i>Nemo.</i>
Dory, Marlin y Bruce (de izquierda a derecha), en una imagen de Nemo.

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