Ensanchar el nosotros
Se ha insistido tanto, especialmente durante los últimos cinco años, en que el nacionalismo vasco debía definirse, y cuando lo ha hecho todo el mundo se ha echado las manos a la cabeza. Hubo un tiempo en que su ambigüedad (nacionalista pero no autodeterminista, aconstitucional pero estatutario) era aclamada como ejemplo de inteligencia cortesana, como una suerte de diplomacia vaticana secularizada, como un maquiavelismo simpático e inofensivo. Hasta que, por razones cuya explicación exigirían una reflexión aparte, esta indefinición comenzó a ser cuestionada desde dentro, sí, pero sobre todo desde fuera del nacionalismo. ¡Defínanse de una vez! Pues bien, el nacionalismo vasco ha detenido el balanceo del péndulo y ha elegido: ha elegido alejarse todo lo que pueda del Estado español para aproximarse, tanto cuanto sea posible en cada momento histórico, al Estado vasco. A la luz de lo dispuesto en el Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, Euskadi estará todavía presente en España (se mantienen lazos de asociación), pero España no estará presente en Euskadi. Del mismo modo que Francia no está presente en España, dirán algunos. En efecto: del mismo modo. Tú en tu soberanía y yo en la mía.
Cierto: el plan del lehendakari Ibarretxe no plantea la constitución de un Estado vasco independiente. No dice "Yo quiero ser como Luxemburgo", como sostiene Carod-Rovira con un oxigenante y clarificador desparpajo. ¿Para qué? Para no tener que pedir permiso ni dar explicaciones a nadie. Siendo importantes la lengua y la cultura, continua el líder de Esquerra, lo más importante es el control de la política y el dinero: cada año hay dos billones de las antiguas pesetas que viajan de Cataluña hacia Madrid y que no vuelven. Todo ello resumido en una frase que se ha convertido en su lema más repetido: "Lengua y patria catalana tenemos algunos, pero bolsillo tenemos todos". Adiós a los fantasmas del etnicismo. Alumno aventajado de Rubert de Ventós (véase su libro De la identidad a la independencia: la nueva transición), Carod-Rovira se dispone a dejar "que los nacionalistas sean ellos", los que nerviosean con la ruptura de España y recurren, impotentes, a la sutura historicista y esencialista frente al desgarramiento periférico. En Cataluña, sostienen maestro y discípulo, se dan las condiciones políticas y económicas para constituirse en una realidad independiente. Y tal proyecto puede ser defendido sobre la base de argumentos liberales (porque la mayoría, democráticamente, así lo queremos), utilitaristas (porque podemos, porque así viviremos mejor) y universalistas (porque no queremos otra cosa que aquello a lo que otras sociedades, en las mismas condiciones, han logrado).
El plan Ibarretxe no dice tales cosas, pero se orienta claramente hacia ellas. La energía de la que se nutre y a la que retroalimenta no puede aspirar a ser menos que Luxemburgo. Tengo para mí que no será Euskadi quien abra el camino al nuevo soberanismo en España, sino Cataluña. Puede ser que el nacionalismo vasco tire de machete para desbrozar el camino, pero será el nacionalismo catalán quien lo pavimente y lo haga transitable. Ahora bien: ¿transitable, hacia dónde? Los distintos lenguajes del soberanismo en Cataluña y en Euskadi coinciden en lo fundamental: es mejor que gobiernen los nuestros, lo que en realidad quiere decir "es mejor que gobernemos nosotros". Y así, por la puerta de atrás, liberalismo, utilitarismo y universalismo se ven reducidos al terreno de la afirmación nacional más ortodoxa, definiendo un nosotros necesariamente más estrecho, más autorreferencial que el que antes había.
Este es, en realidad, el basamento de todo Estado-nación y la principal debilidad del discurso sobre el patriotismo: su necesaria vinculación con un demos que sólo ha podido constituirse y sostenerse en la medida en que ha nacido como etnos, como comunidad particular y diferenciada, como nosotros frente a otros. La patria, entendida como el lugar de la libertad y de los derechos, no está al principio sino al final del proceso de construcción nacional. Se debe ser nacionalista mientras se constituye el Estado-nación; luego ya se puede ser patriota. Por eso, cuestionar el proyecto soberanista del nacionalismo vasco enarbolando la enseña de la unidad nacional de España o apelando a la Europa de los Estados es, sencillamente, quedarse sin argumentos. Y el PP debería dejar toquetear esos y otros botones, pues en nada ayuda a salir de esta situación. Salida que pasa por encontrar la manera de afirmar un nosotros más amplio e incluyente.
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