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Nacionalidad obligatoria

Opina Luis Sanzo que el Estatuto propuesto por Ibarretxe es más progresista que las constituciones europeas vigentes, en tanto que consagra la separación entre dos conceptos políticos hasta ahora indistintos: los de ciudadanía y nacionalidad. Si nos atenemos a la letra de la propuesta, es cierta sin duda esa valoración, puesto que ciudadanía y nacionalidad están previstas y reguladas por separado en el nuevo Estatuto. Sin embargo, si vamos más allá del simple nomen, ¿hay una diferencia en el contenido normativo de ambos términos? Porque, como estableció Leibnitz hace ya siglos, dos cosas totalmente idénticas son la misma cosa. Dicho en otros términos, dos conceptos jurídicos con el mismo contenido y alcance constituyen, normativamente hablando, una sola realidad, por mucho que los designemos con nombres distintos. Y esto es lo que sucede con la ciudadanía y la nacionalidad en el texto propuesto.

En el fondo, late aquí la misma inspiración que animaba al nacionalcatolicismo en cuanto a la unidad nacional de España

¿Quiénes son ciudadanos de la Comunidad de Euskadi diseñada en el plan Ibarretxe?: los residentes en ella, nos dice el artículo 4.1º. ¿Y quiénes son investidos de la nacionalidad vasca?: todos los ciudadanos, es decir, todos los residentes en la Comunidad, nos contesta el artículo 4.2º. ¿Puede existir un ciudadano de la Comunidad que no sea al mismo tiempo nacional vasco? No, puesto que ambos conceptos engloban al mismo universo de personas, las que poseen vecindad en la Comunidad. En definitiva, que por ser ciudadano toda persona recibe volis nolis la nacionalidad vasca. ¿Otorga la nacionalidad algún derecho u obligación distintos de los conexos a la ciudadanía? La respuesta de nuevo es negativa.

Así las cosas, si ambos términos coinciden tanto en su ámbito como en su contenido normativo, la conclusión es que realmente no se distinguen, sino precisamente lo contrario, que se superponen y confunden. Y esa confusión no es inocente, ni fruto de la imprecisión de los redactores del texto (aunque preciso es señalar que su torpeza alcanza en general cotas memorables), sino que busca una finalidad muy concreta, la de poder trasladar a uno de los términos (la nacionalidad) la nota distintiva esencial del otro (la ciudadanía): la nota de la universalidad. Éste es el objetivo que realmente persigue todo ese galimatías conceptual.

La ciudadanía conecta con la territorialidad y, por ello, es obligatoria y universal para todos los que residen establemente en un Estado. La nacionalidad, por el contrario, consiste en una identificación personal subjetiva de cada persona y, por ello, no puede ser sino voluntaria. No lo digo yo, sino que lo decía Ibarretxe cuando hace un año anunciaba en el Parlamento vasco su plan para traer al mundo una nueva criatura: "La nacionalidad es fruto de una autoidentificación individual y voluntaria con un sentimiento de identidad determinado (...) Los sentimientos de identidad nacional no se pueden imponer por decreto, ley o constitución alguna. Hay que aceptar con toda naturalidad el que cada persona pueda tener el sentimiento de pertenencia y de identidad que desee". Esto decía hace un año el lehendakari, mirando retador a Madrid. Ahora, en una contradicción clamorosa, nos presenta un texto que impone la nacionalidad vasca a todos los residentes en la Comunidad. Eso sí, lo hace con la misma naturalidad con la que hace un año proclamaba lo contrario.

Por lo que ha trascendido, Ibarretxe ha dudado hasta el final antes de romper su palabra: el artículo 6.2º del borrador que vio la luz en agosto pasado, contemplaba todavía la nacionalidad vasca como un derecho de la ciudadanía, no como una imposición. Pero, finalmente, el texto definitivo ha optado por la obligatoriedad, como probablemente no podía ser de otra forma proviniendo como proviene de un nacionalismo que se sitúa en la línea sabiniana más pura, dentro de la cual la patria no se elige, sino que viene dada por la propia naturaleza de las cosas: "Euzkotarren aberria Euzkadi da".

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Un Estatuto-Constitución propuesto por ese nacionalismo difícilmente podía admitir la distinción efectiva y operativa entre ciudadanos y nacionales, la nacionalidad como opción personal. Una tal admisión sólo es posible cuando se acepta la secularización del Estado (de la Comunidad en nuestro caso) y se le libera de la clausura cultural-nacional al reconocer que la nación forma parte de la autodeterminación individual, en la cual no debe entrar el poder público si no es para salvaguardarla. Tal neutralización del aparato estatal es sencillamente inadmisible para el ethos nacionalista, además de conllevar consecuencias repugnantes para sus principios. Por una sencilla razón. Porque si admitiera la opción personal se encontraría de bruces con una más que probable escisión nacional interna: muchos ciudadanos se declararían vascos, bastantes españoles, otros marroquíes, alguno otavaleño, y otros muchos dejarían en blanco su casilla identitaria. Una realidad política plurinacional que el nacionalismo no está dispuesto a asumir en su nación, su primigenia, mítica y adorada nación.

Las consecuencias de esta declaración de nacionalidad homógenea universal son inmediatas. Desde el momento en que se ignora por decreto la plurinacionalidad constitutiva de Euskadi, desaparece también cualquier necesidad de mecanismos protectores para las nacionalidades minoritarias, que por definición no existen. Si todos somos vascos, ¿qué necesidad hay de garantizar mecanismos de protección de los derechos culturales de quienes tienen un sentimiento nacional distinto, o de reconocer el derecho al autogobierno de las nacionalidades? Ninguna. En el fondo, late aquí la misma inspiración que animaba al nacionalcatolicismo en cuanto a la unidad nacional de España: si todos somos españoles y como tales todos somos iguales, nadie necesita protección para su cultura peculiar. Este tipo de uniformismo nacional fue radicalmente superado por la Constitución de 1978. Para el nacionalismo vasco esa superación sigue siendo una asignatura pendiente.

Es por ello congruente que la clave de bóveda del texto, su artículo 1º, declare que no son los ciudadanos solos quienes se constituyen en comunidad política propia, sino que precediéndoles como sujetos constituyentes están los propios Territorios, mágicamente dotados de una personalidad moral separada y superior a la de sus habitantes ("Los Territorios vascos, así como los ciudadanos y ciudadanas que los integran ... se constituyen en una Comunidad vasca"). Y que, sigue diciendo el precepto, se autoconstituyen en un nuevo ente político no para fines tan mundanos como la consecución de la libertad, la justicia o la felicidad, al modo en que lo hicieron los constituyentes franceses o los colonos americanos, sino nada menos que para "expresar su nacionalidad vasca". Si para los cristianos medievales el mundo era una teofanía, una manifestación de Dios, para el nuevo Estatuto la comunidad política no es finalmente sino una vascofanía, una manifestación de la nación. Dudo mucho de que quede espacio para los simples ciudadanos en tan sagrada manifestación.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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