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Columna
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¿Qué hacer con el Mediterráneo?

Sharon, ese insaciable sembrador de odio, con sus tanques, sus aviones, sus asesinatos selectivos, sus Wolfovitz puedelotodo, sus muros de la ignominia y sus bombas atómicas como música de fondo, hace imposible el Mediterráneo. Frente a tanto furor bélico, los militantes de la paz sólo pueden oponer la obstinación de su esperanza. En cuanto a los poderosos de este mundo, andan todos a remolque de sus intereses personales, vigilando con un ojo los humores del Gran Hermano y con otro el estado de su faltriquera. ¿Y la pacata Unión Europea, qué hace? En los años setenta, los países de la Comunidad Económica, queriendo dar pruebas de su apertura hacia el Sur, decidieron establecer una política favorable a los países terceros del Mediterráneo (PTM) y pusieron en marcha un régimen comercial preferencial en favor del Magreb y del Mashrek, facilitando el acceso al mercado europeo de los productos de dichas áreas y una severa contingentación con altas tarifas aduaneras para la importación de bienes y servicios procedentes de Europa. Importantes ayudas financieras no reembolsables y ambiciosos programas de cooperación técnica y cultural completaban este estimulante dispositivo económico. Parecía que se iniciaba un proceso que iba a movilizar las energías de la otra orilla del Mediterráneo. Pero el Protocolo de 1988, en el que se renegociaban las condiciones de los productos agrícolas en la Comunidad como consecuencia del ingreso de Grecia, Portugal y España, así como la caída del muro de Berlín, el desplazamiento del centro de gravedad europeo hacia el norte y la consecuente marginación mediterránea, y el resultado en 1993 de las negociaciones de la Ronda de Uruguay supusieron la desaparición de la mayoría de las ventajas que se habían conseguido. Entramos además en la fase del todo mercado y la desregulación y la competitividad se constituyeron en referentes indesplazables. Pero ¿cómo un ámbito cuya producción total apenas alcanza el 5% del producto interior bruto de la Unión Europea va a poder medirse, en condiciones de igualdad, con ella?

La situación se degrada, y en 1995 dos españoles, Javier Solana, responsable de Política Exterior, y Manuel Marín, presidente de la Comisión Europea, intentan invertir la tendencia y dar existencia geopolítica a la globalidad del área mediterránea. El 27 y 28 de noviembre de ese año nace en Barcelona el partenariado euromediterráneo, en el que participan los 15 países miembros de la Unión Europea y los 12 de la orilla sur. Tres son los objetivos que se propone: consolidar un espacio de paz y estabilidad, fundado en los derechos humanos y en el ejercicio de la democracia; establecer un área de libre comercio; promover el diálogo de culturas y la emergencia de las sociedades civiles. En los ocho años transcurridos, los sucesivos programas MEDA y los préstamos del BEI no han logrado superar ni las enormes dificultades del proyecto ni la inercia, cuando no hostilidad, de los Estados. La semana que viene tendrá lugar en Napoles la 6ª Conferencia de Ministros de Asuntos Exteriores del Proceso de Barcelona, prácticamente con el mismo orden del día de la reunión de Valencia de abril de 2002 -crear una Asamblea Parlamentaria euromediterránea; aumentar los recursos, dentro o fuera del BEI, para la inversión en el área; lanzar una Fundación euromediterránea de la Cultura- porque seguimos exactamente en el mismo punto en que estábamos, en punto muerto. Eso sí, hemos pasado de las metas finalistas -crear un área de paz; establecer una zona de libre cambio; hacer prevalecer el diálogo de culturas- a las simples propuestas instrumentales. Y ni siquiera éstas avanzan, porque sin voluntad política efectiva, nada puede hacerse. Y nuestra madre mar -notre mer mère, como la llama Edgar Morin- se nos muere de polución y de destrozos y su nuevo designio parece ser el de traernos los cadáveres de quienes, rabiosa e ilusionadamente, han puesto en su travesía su última esperanza. Que nosotros vemos en la televisión entre el aperitivo y la cena.

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