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Columna
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El otro rostro del Che

I. LA IMAGEN del Che Guevara, tomada en La Habana de 1960, y difundida después de su muerte en 1967, es uno de los hitos iconográficos de la modernidad; probablemente la foto más famosa del siglo XX. Con esa foto, quizá América Latina haya entrado, a lo grande, en la era de la imagen. Aquel semblante del Che comenzó su andadura siendo el rostro de la revolución, pero terminó aclamado más allá de sí misma; cuando esa revolución ya no aparecía como una meta definitiva en el horizonte. Aun para sus más acérrimos enemigos, sigue siendo un misterio este rostro que parece tener vida propia, esta especie de Dorian Gray de las rebeldías, la presencia más rotunda de todas las revueltas. Vayas donde vayas, es imposible escapar de esa faz sempiterna, tocada con su halo de eternidad. El Che nos mira siempre. Lo mismo desde una bandera de los Ultra Sur que desde un mechero de diseño en una tienda de Charlottenburg. Desde una cerveza que lleva su nombre en Londres o con los ojos perdidos en un coffee-shop de Amsterdam...

Si el Che se convirtió en el rostro -por encima incluso de la Marylin o el Mao de Andy Warhol- es porque, más allá de su fotogenia inapelable, cumplimentó los rituales propios de la iconografía moderna: la simbólica y la comercial, la de valor histórico y la de valor de cambio. Para ello, la imagen del guerrillero parecía estar más próxima a la imagen de Cristo que a la de un arduo guerrillero que una vez se había calificado a sí mismo como una "fría y selectiva máquina de matar".

Ese rostro representó la lectura más radical de América Latina en aquellos tiempos, sin duda la que más ha perdurado en la cultura de Occidente. Como si fuera capaz de encerrar, en sí mismo, el muralismo mexicano, la intervención en el surrealismo de Frida Kahlo o Wifredo Lam, las fundaciones del boom de la novela, la teoría de la dependencia, el cine de Glauber Rocha o la nueva canción latinoamericana. Sobre cualquier otro significado, el Che de Korda nos hablaba de una América binaria, dividida sin remedio entre la independencia y la dominación, entre el latinoamericanismo de Bolívar y el panamericanismo de la doctrina Monroe, entre el territorio al sur del Río Grande y Estados Unidos.

Símbolo y síntesis, aquél fue también un rostro proyectado sobre un puente. Al igual que el cuerpo ardiendo de Giordano Bruno, que se plantó como una antorcha entre el medioevo y el mundo del Renacimiento, la pieza fotográfica de Korda fue un producto cultural a caballo entre la utopía moderna de una revolución mundial que no pudo ser y la realidad posmoderna de esa revolución que, por imposible, no ha quedado otro remedio que estetizarla.

II. Desde esta nueva época, precisamente en el año 2000 que fundó este siglo XXI, el fotógrafo brasileño Vik Muniz practicó una apropiación muy curiosa de la famosa imagen del Che Guevara. Para conseguir su propósito, Muniz esparció sobre una superficie neutra un potaje de frijoles enlatados a los que dio cuidadosamente una forma idéntica a la foto de Korda (rostro, boina, melena, barba). Sólo entonces, sobre este "nuevo Che", Vik Muniz realizó su foto.

Entre el primer rostro del Che Guevara y el nuevo rostro dispuesto por Vik Muniz, América Latina no sólo ha cambiado su imagen, sino también su cartografía y, sobre todo, la necesidad de ser leída bajo otras coordenadas. Como una malévola inversión del fin de la historia pregonado sin éxito por Francis Fukuyama, ahora resulta que unos 30 millones de latinos, "por debajo", han invadido el territorio enemigo, mientras que "por arriba" fenómenos macropolíticos como el Tratado de Libre Comercio se han encargado, para bien y para mal, de romper la frontera entre las dos Américas. El rostro del Che de Vik Muniz es el de la diseminación de las experiencias latinoamericanas, de las numerosas guerrillas y los diversos ejércitos, de los territorios controlados y los Estados fuera de control, el que inunda a Estados Unidos mediante balseros y espaldas mojadas, y el que trafica sus armas no ya para la revolución sino para el narcotráfico, los paramilitares y la represión desde el caos. Es el rostro de las telenovelas como seña de identidad y diseño de "interiorismo", el de las múltiples formas de entender el futuro y el del pasado que se niega a alcanzarlo. La imagen, en fin, de la mitología cotidiana de unos pueblos que parecen recordar a sus héroes, desde el altar de las utopías en las que se petrifican, que hoy por hoy no hay proyecto posible si antes no pasa por la realidad de los frijoles. No es casual que Luis Inazio Lula da Silva, brasileño como Vik Muniz, haya comenzado por el hambre su proyecto. Lula ha postergado cualquier utopía obsesionada por llevar al país del cero al infinito ante la inaplazable batalla por reducir el hambre del infinito al cero.

El Che dispuesto por Muniz ha abandonado el dualismo radical de los años sesenta con el desparpajo propio de unas culturas que no sitúan su horizonte en el paraíso, pues hace mucho tiempo han sido expulsados de él. Es por eso que no se juega sus destinos desde posiciones trágicas y detonantes sino mediante líneas sutiles y ambiguas. No es el Che primigenio de "sí o no", "norte o sur", "patria o muerte", "nosotros o los otros"; sino un Che inmerso en prácticas mucho más ambiguas e imprecisas que incluyen "lo uno y lo otro".

La América Latina del siglo XXI, de la era global y la informática, de la explosión hacia fuera (Estados Unidos, por ejemplo) y la implosión por combustión interna (Colombia, pongamos por caso) ha decidido situar los frijoles en el rostro mismo de los sueños. El primer rostro del Che dictaba, hablaba. El segundo rostro del Che no es tan importante por lo que pueda decirnos, sino por su capacidad para escuchar las cosas que los latinoamericanos del siglo XXI puedan decirle a él.

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