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EL FUTURO POLÍTICO DE CATALUÑA
Columna
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El plato de la venganza se sirve frío

Al igual que ocurrió en las autonómicas de 1999, el domingo el PSC llegó el primero a la meta en número de votos (casi 8.000 de diferencia antes del escrutinio del sufragio por correo), pero perdió en el terreno parlamentario, el único que cuenta: 42 escaños frente a los 46 de CiU. Las disonancias fabricadas por el mecanismo de transformación de los votos en escaños -previamente fijado por una ley electoral- podrán servir a los socialistas para consolarse y para proclamar su triunfo moral, pero no empañan la legitimidad de la victoria de CiU. Tal como muestra Josep M. Colomer en Instituciones políticas (Editorial Ariel, 2001), esa discordancia no es una anomalía española. En seis ocasiones la mayoría de la Cámara de los Comunes fue conquistada por un partido que había obtenido menos votos que su adversario; lo mismo sucedió cuatro veces en Nueva Zelanda y tres en Canadá. Y tres presidentes de EE UU -entre ellos George W. Bush- se convirtieron en inquilinos de la Casa Blanca con menos votos que su contrincante.

El régimen electoral español, creado por un decreto de marzo de 1977 y elevado a rango de ley en 1985 bajo mandato socialista, encarece el coste de los escaños (la unidad contable sería la papeleta) en las grandes circunscripciones: un candidato necesita más votos en Madrid que en Soria para salir diputado. Parecida suerte corre Barcelona respecto a Tarragona, Lleida y Girona. Ahora bien, la legislación electoral autonómica no tiene por qué propiciar el sufragio igual de todos los ciudadanos: la normativa vasca, por el contrario, perjudica a Vizcaya -más poblada- en beneficio de Guipúzcoa y de Álava al fijar el mismo número de representantes para cada circunscripción.

Por lo demás, CiU y el PSC -ganador y colocado en la carrera del domingo- son los grandes derrotados si se toma exclusivamente como vara de medir la anterior convocatoria: los nacionalistas han perdido 10 escaños y los socialistas 8, el 6,8% y el 6,6% de los votos. Aunque ICV y el PP hayan mejorado en comparación con 1999 (subieron el 3,4% y el 2,4% de los votos y 4 y 3 escaños) no superan sus resultados de 1995; los populares pasan al cuarto lugar en Cataluña. Si el punto de referencia elegido fuese la hegemonía nacionalista global en el Parlamento catalán, los comicios del domingo no representarían novedad alguna: desde 1984, CiU y ERC han sumado la mayoría absoluta de la Cámara con un mínimo de 68 escaños (en 1999) y un máximo de 81 (en 1992). Sin embargo, el impresionante ascenso de ERC (7,8% de los votos y 11 escaños) a costa de CiU es un cambio revolucionario. En la anterior legislatura, CiU pudo componer una mayoría absoluta agregando a sus 56 diputados los 12 escaños de ERC; sin embargo, prefirió un acuerdo parlamentario con el PP para gobernar en solitario. Pero los 15 escaños de Piqué y los 46 de CiU no permiten ya esa fórmula: Artur Mas deberá galantear ahora a Josep Lluís Carod Rovira, cuyas armas negociadoras no son únicamente el caramelo de la mayoría absoluta para CiU, sino también la amenaza de una coalición alternativa con el PSC e ICV. La venganza es un plato que se sirve frío: ERC hará pagar a CiU el desaire sufrido en 1999 cuando resultó preterida en favor del PP.

El acuerdo entre las dos fuerzas nacionalistas no será fácil: la vehemente denuncia de Carod Rovira en la noche electoral contra las prácticas corruptas y clientelares incubadas durante la larga era Pujol dan fundamento para suponer que las condiciones impuestas a CiU por ERC serán muy exigentes: el saneamiento de la Administración autonómica y la lucha contra las connivencias entre poder y negocios, las redes dedicadas al tráfico de influencias y el pago de comisiones ilegales, que no sólo fomentan la corrupción a escala individual, sino que también financian ilegalmente a los partidos.

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