La victoria del cambio popular
Me regocija leer cierta prensa después del 16-N. Las caretas de una hipócrita ecuanimidad informativa han caído tras su ya difícil encaje en rostros bastante pétreos que hoy se inflan de felicidad y hacen muecas sardónicas al gran perdedor moral de estas elecciones. ¡La derecha ha ganado, aleluya! ¡Se ha batido a la izquierda, aleluya! Si el domingo Cataluña se la jugaba, el lunes respira tranquila porque habrá casi seguro un Gobierno nacionalista en la Generalitat, o sea, la continuidad del establecimiento y no ese peligrosísimo cambio que la amenazaba. Como en la España de José María Aznar-Mariano Rajoy, el nacionalismo sigue siendo la máscara (en Cataluña con yelmo almogávar) que oculta al sentimental que todos fingimos ser cuando nos avergüenzan que vivimos del cuento. De pronto, la traidora ERC, que iba a entregar la Generalitat a Madrid (a un Madrid sin PP), es la novia adorada, pobre pero honrada, que se casará con el hereu del mas más agraciado... por la ley electoral que impuso Adolfo Suárez para las elecciones de 1980; esas en las que ERC, apoyando a Jordi Pujol, frustró por primera vez la victoria de la izquierda plural. ¿No era radical e independentista, iluso soñador y peligroso demagogo el señor Carod Rovira? ¿Cómo pudo volverse, en una noche de 23 escaños, moderado autonomista y avergonzado ratero de votos, que ahora querría devolvérselos a la vieja dama indigna cuyo bolso birló? Según CiU, porque no vendría a ser muy diferente de Heribert Barrera y Joan Hortalà.
Detrás de esta codiciosa y desesperada esperanza de la derecha catalana, con su sindicato de intereses, sus clanes corruptos y su burocracia clientelar, se esconde el temido y confirmado fracaso que ha supuesto la victoria de la izquierda plural del cambio. Ya no puede apoyarse en el PP como en el septenio pasado. Confirma su retroceso en votos y escaños. Su aliado Aznar ha radicalizado con su nacionalismo enfermizo y agresivo a la juventud de Cataluña. Y, para colmo, la izquierda ha sumado, por segunda vez, una mayoría absoluta, esta vez de 74 escaños frente a los 61 de las derechas. No tiene, pues, otra salida que la de siempre: ondear la bandera de la patria irredenta y halagar el indudable carisma de su más odiado e insultado rival (si exceptuamos a Maragall) ofreciéndole compartir el poder y unas finanzas maltrechas. Dice el refrán que "cree el ladrón que todos son de su condición". Se espera que las manos más limpias pueden dejar de serlo según cuál sea el precio. ¡Qué poco conocen al que ha denunciado mejor que nadie la cara oculta de ese poder que, tentador, le ofrecen y que ha puesto como previa condición de diálogo una limpieza imposible de hacer sin que el tinglado se hunda!
La victoria del cambio plural es un veredicto popular que nadie traicionará, mal que le pese a la astucia tradicional de la derecha. Como he dicho a menudo, una mayoría absoluta monopolizada por la derecha destruye la democracia, tal como han demostrado el PP y CiU. Pero si es de izquierda, ésta se duerme en los laureles y provoca la deserción de sus seguidores, según demostró en su día el PSOE. Una cosa es que el PSC necesitara miles de votos útiles, obligado por una ley electoral injusta y antidemocrática, y otra que fuese deseable no contar con dos fuerzas minoritarias, pero muy significativas de los nuevos rumbos que, venturosamente, se apartan y se oponen a la derechización social que fomenta el liberalismo capitalista. El cambio lo dirige Maragall porque el pueblo le ha dado más votos que a nadie y porque cuenta con el aliado español que dará apoyo al nuevo Estatuto catalán, a diferencia del PP. Pero Joan Saura quiere que ese cambio sea aún más profundo y Carod Rovira no ha esperado al 16-N para hacer su parte, pues ha roto, el primero, el monopolio del seudonacionalismo convergente y ha demostrado el domingo que, por fin, puede gobernar la Generalitat una izquierda nacionalista de la que CiU no puede decir que depende de Madrid.
Es indudable que Artur Mas confía en una ERC más sentimental que social, más pequeñoburguesa que popular, más de salta-taulells que de militantes obreros. Tal vez crea ver en el poblado bigote del líder republicano un rastro de aquel Alejandro Lerroux que empezó siendo el emperador del Paralelo para acabar en el Gobierno antirrepublicano del reaccionario Partido de Acción Popular. Pero olvida que los presidentes Macià y Companys nunca se aliaron con la Lliga Regionalista del Cambó, que se apoyó en el lerrouxismo para cargarse el movimiento rural catalán y que acabó pagando a Franco por sus servicios. Toda la tradición histórica de ERC está detrás de Carod. El mismo PSC, como me dijo en 1977 Josep Andreu i Abelló, antiguo republicano, recogió su bandera cuando ganó las primeras elecciones democráticas y exigió el retorno del presidente Tarradellas, tan temido por el pujolismo emergente. Y, puestos a recordar, ¿no fue la Unió Socialista de Joan Comorera, posterior líder éste del primer PSUC, pareja inseparable de ERC durante la primera autonomía de Cataluña?
La victoria del cambio plural es ya un hecho histórico y el Parlament será su sede más representativa. Cuando se produzca la investidura del próximo presidente de la Generalitat, lo de menos será, siéndolo mucho, la persona que la obtenga. Lo de más, la unidad de esa izquierda plural a la que los electores no perdonarían una división que ellos no han propiciado por haber expresado honradamente sus plurales preferencias, sino para hacer más viva y combativa esa unidad contra sus adversarios de aquí y de fuera. ¡Viva, pues, la victoria del cambio plural!
J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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