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Cataluña, el catalán y nosotros

En Cataluña y en el País Valenciano, hay numerosos individuos que hablan catalán. Permítanme poner un ejemplo cercano, el de mis hijos, a quienes los he escolarizado en esa lengua. ¿Por qué razón? En primer lugar, por ser el valenciano su idioma materno, por ser estricta y literalmente el idioma de su madre. Es bueno que aprendan y que se socialicen en la lengua que les es cotidiana. La razón por la que profeso esa opción educativa no es la de reforzar la identidad colectiva ni los sentimientos de pertenencia histórica. El motivo es estrictamente particular: la satisfacción de un derecho individual, como es el de poder emplear uno de los idiomas en uso, que, además, da la coincidencia de ser materno. Pero ese dato, ese rasgo, sólo es uno más de los numerosos atributos con que se revisten mis hijos, con que crecen, con que se desarrollan y con que, finalmente, me desmienten y me sobrepasan. El castellano, que es mi lengua de uso corriente, lo es también para ellos. Con ese idioma aprenden a compartir un universo de discurso, el de su padre (y también el de su madre bilingüe), y el de millones de personas -la mayoría, de nacionalidad no española- que han crecido y vivido con esas voces y con esa expresión. La historia de España -decía Gil de Biedma en célebre verso mil veces repetido- es la más triste porque siempre acaba mal. Escrito bajo el franquismo, ese diagnóstico podemos darlo por superado o por erróneo. La historia de España fue, entre otras cosas, la de un nacionalismo liberal castizo de escasa hondura, de guardarropía, inmediatamente contestado, un nacionalismo luego agravado por una mixtura monstruosa y franquista que mezclaba lo cultural y lo político, lo comunitario y lo civil, bajo el amparo de una dictadura feroz, tristísima.

Lo bueno de los nacionalismos periféricos fue que impugnaron la evidencia de las cosas, que desestabilizaron la idea de una España uniforme y homogénea. Gracias a esa labor de zapa, lo español ya no se identifica sin más con el idioma castellano y con la historia real o presunta que tiene detrás. Esa lengua es un atributo incuestionable de lo español, pero lo español tiene otros atavíos con los que los ciudadanos pueden revestirse. El catalán, por ejemplo, no ha subsistido sólo por la presencia del nacionalismo que se desarrolló en el antiguo Principado. La prueba de ello la tenemos en el País Valenciano: si el catalán aún se habla en este último no se debe a la efectividad de un nacionalismo minoritario y prácticamente inexistente; si el catalán ha subsistido ha sido gracias al uso cotidiano, al empleo culto o no, que sus hablantes han hecho de este idioma. La liza que comenzaron los nacionalismos periféricos hace un siglo ha permitido concebir lo español a partir de una pluralidad irrevocable, pero esos mismos nacionalismos, como el que encarnan Convergència i Unió, se muestran ahora perplejos ante una desestabilización de sus propias identidades predefinidas. Lo que habría que decirle a un ciudadano de Barcelona o de Valencia es que tiene todo el derecho a hablar el catalán justamente porque es un derecho individual que se le reconoce, porque es un atributo que tiene, porque es un tesoro personal que le conviene conservar, porque es un capital que puede hacer productivo con los suyos y consigo mismo, no porque sea una obligación nacional a la que deba supeditarse; lo que habría que decirle a ese mismo ciudadano es que tiene todo el derecho a hablar el castellano, porque es su patrimonio personal, porque es su riqueza y su valor que comparte con otros, con los hablantes que le precedieron y con muchos otros que no son ni siquiera compatriotas.

Hay una pluralidad lingüística y cultural en España, pero hay sobre todo una pluralidad lingüística y cultural dentro de cada uno, a poco que se cultive, a poco que se explore. Que no se me pida que sea nacionalista español, porque quiero pertenecer a una comunidad de disidentes, no de iguales sellados con la misma estampilla, ahormados con el mismo corsé. La historia de España, esa de la que Gil de Biedma lamentaba su fin y su derrotero, es la historia de unas disidencias y de sus persecuciones. Que me dejen ser disidente a mi manera. Que me dejen ser español a mi modo. Pero no me pidan tampoco que sea fiel y respetuoso con la identidad obvia de lo valenciano, porque lo me que me salva es el marco constitucional que -ahora sí- da privilegios iguales para todos: como, por ejemplo, el derecho a emplear el catalán, a escribir en catalán, a educar a mis hijos en catalán. Los inmigrantes son portadores de atributos y de rasgos que me desmienten, y mis cualidades los contradicen, los objetan a ellos. Habrá que perfeccionar marcos de convivencia -de acuerdo con el ámbito constitucional- en los que dar cabida a las diferencias individuales que son resultado de diferencias culturales. La clave no es la comodidad indiscutida, esa que echan en falta quienes aspiran a un mundo evidente, la de quien permanece ciego a lo que le es vecino y le contraría, sino la incomodidad universal, la globalización efectiva. ¿Nos garantiza eso el patriotismo constitucional del que habló Jürgen Habermas? Si la Constitución acoge y reconoce la pluralidad, si integra, entonces... viva la Constitución. Si no impide la discriminación de los individuos por ser portadores de diferencias, entonces mejoremos su aplicación o reformémosla o incluso postulemos otra. Ahora bien, lo que debemos admitir, sobre todo después de esa triste historia de España que acababa mal, es que no hay vida más allá o más acá de la Constitución, que no hay vida pre o posconstitucional que valga la pena vivirla, que no hay vida inteligente fuera de la Constitución, que no hay nación -sea la que sea- que preceda o exceda a la Constitución. ¿Quién dijo que era cómodo vivir en la tierra? Sí, ya sé que hay grados diferentes de incomodidad, pero en cualquier caso la circunstancia actual es la mejor situación posible que cabe imaginar comparada con ese pasado de injurias.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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