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Crítica:MEMORIA DE LAS PALABRAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Elogio del aficionado

Javier Cercas

Leí este libro de Pedro Salinas a los 18 años, y al instante decidí hacerme hispanista. Por una vez -y sin que por desgracia sirviera de precedente-, el hispanismo estuvo de suerte, porque mi propósito no pasó a mayores. Hay que atribuir la responsabilidad de este triunfo a un joven profesor de literatura, hoy catedrático ilustre, a quien llevado por mi entusiasmo asalté al terminar la clase. "Bah", me contestó, con un mohín de asco. "Ése no es el libro de un filólogo; es el libro de un aficionado". Por supuesto, el joven profesor tenía razón, pero apuesto a que a estas alturas de la bibliografía el ilustre catedrático añora como el que más un modo de ejercer la crítica literaria que sólo estuvo al alcance de los mayores hispanistas y que, en su sabiduría siempre pertinente, en su gusto infalible y su elegancia sin adornos, este libro ilustra como muy pocos. Por lo demás, permítaseme ahorrarme la necedad de afirmar que se lee como una novela, entre otras cosas porque se lee muchísimo mejor -con más placer, interés y provecho- que muchísimas novelas, incluidas desde luego las del propio Salinas.

JORGE MANRIQUE O TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD

Pedro Salinas

Península. Barcelona, 2003

174 páginas, 16 euros

Desde casi todos los puntos de vista, Salinas es un poeta casi opuesto a Manrique, y quizá por eso es capaz de detectar en sus versos virtudes que otros menos alejados de ellos fueron incapaces de detectar. Como Garcilaso y Aldana -que a ratos recogieron su vena elegiaca, aunque infectándola de la molesta retórica petrarquista-, Manrique murió joven y peleando, que es la única forma noble de morir. Esto lo convierte, de entrada, en un poeta simpático; vale decir que también fue un poeta limitado, y que en esa limitación reside su grandeza.

Su poesía sólo conoce dos temas: el amor y la muerte. Si se hubiera limitado al primero, no pasaría de ser un poeta menor, uno más de esos ingeniosos, convencionales y agradables poetas cancioneriles que amenizaron el turbulento reinado de Enrique IV; pero, como todo el mundo, además del amor Manrique también conoció la muerte, y eso le hizo un poeta infinitamente más profundo. Por eso en el ensayo de Salinas la parte del león se la lleva la lectura minuciosamente iluminadora de las Coplas. Éstas, lo recordaré, no estaban a la vanguardia de la literatura de su época, un lugar que ocupaba el verso latinizado, olvidable y altisonante de Mena, por cierto casi treinta años mayor que Manrique; tampoco aportaban novedad sustancial alguna, ni en lo formal ni en lo conceptual.

¿En qué consiste entonces la originalidad de su grandeza? Sabemos que en literatura, como en la materia, nada se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma, y Picasso dijo que ser original no consistía en no parecerse a nadie, sino en parecerse a todo el mundo. Ése viene a ser el diagnóstico final de Salinas: la genialidad de Manrique reside en el modo en que asimila a fondo una larguísima tradición elegiaca, incorporándosela y recreándola con fines absolutamente propios. Por eso, concluye Salinas, en las Coplas todo es tradición y todo es novedad. Ahí es nada: dos supersticiones centrales e interconectadas de la modernidad -la de vanguardia y la de originalidad- saltando hechas añicos de un solo plumazo... En fin: ése es el tipo de cosas que uno aprende a los 18 años -y ya no olvida nunca- cuando lee lo que un aficionado escribe sobre el poema acaso más grave y más limpio de la lengua.

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