No llores, Rubén
Lo ha señalado para siempre, decían unos, y otros confirmaban la sentencia: sí, sí, le ha puesto una marca, le ha escrito la palabra culpable en la frente, ha hundido su carrera. Los locutores hablaban y el muchacho, ese joven futbolista del Real Madrid llamado Rubén, lloraba en el banquillo de los acusados; lloraba en directo, para las cámaras, sin poder contener unas lágrimas que iban a dar la vuelta al mundo.
Ya saben la historia: el Madrid perdía tres a cero a la media hora de empezar su partido contra el Sevilla y el entrenador que había regalado el partido al rival, con un planteamiento y una alineación disparatados, intentaba justificarse culpando al muchacho: éste, éste es el responsable, no me miren a mí, fíjense en él. Y el chico, ignorado toda la temporada, intentaba contener el llanto con las manos, pero se le iba toda la humillación entre los dedos.
Al día siguiente, cuando le preguntaron al entrenador, hombre dócil donde los haya cuando se trata de besar el suelo por donde pisan Ronaldo, Zidane, Figo, Roberto Carlos, Beckham y, sobre todo, Raúl, dijo: no me arrepiento, yo estoy aquí para tomar decisiones, sólo cumplo con mi responsabilidad. Mal jefe, pensamos muchos, apiadándonos del pobre Rubén y llenándonos de cólera hacia su verdugo: soberbio con el débil y sumiso con los poderosos.
Por desgracia, la vida está llena de gente así. ¿Cuántas personas se encierran cada día en el cuarto de baño de sus empresas a llorar igual que el defensa Rubén, a intentar parar con sus manos, convertidas en diques rotos, las lágrimas de rabia o frustración que algún tirano les ha puesto en los ojos? Recuerdo un redactor jefe que conocí en un periódico en el que trabajaba: un tipo cobista como nunca he vuelto a ver cuando se trataba de sus superiores y déspota hasta la náusea con sus subordinados. Resulta que, a fuerza de ser servil para unos y desleal -o hasta chivato- contra otros, el hombre había llegado a ese puesto de redactor jefe, ni más ni menos que de la sección de Cultura. Pero su relación con la cultura no era muy estrecha. Cuando murió en Madrid el pintor Francis Bacon alguien entró con la noticia, a última hora de la tarde, en la sala de reuniones donde se barajaban y valoraban los temas del día. ¡Ha muerto Francis Bacon! Habrá que darle más páginas a la sección de Cultura! El redactor jefe, sin inmutarse, respondió: "De eso nada: una columna y va que se mata". Pero... ¡ha muerto Francis Bacon! "Pues si se ha muerto el Bacon, que pongan los desayunos a media asta", contestó la luminaria. Y otra vez, pocos días antes de que se inaugurase en Madrid una gran exposición del pintor Josep Beuys, llamó a uno de los críticos del diario y le dijo: "Oye, ¿por qué, en lugar de limitarte a hacer una crónica, no quedas con el tal Beuys y hacéis una visita comentada al museo, hablando cuadro a cuadro?". El pobre crítico debió tragar saliva antes de contestarle: "Bueno, eso..., claro..., no va a ser posible, porque..., en fin, como ya sabes, Beuys está... muerto...". Lo que había pasado era que el redactor jefe tenía delante una página de EL PAÍS en la que había el siguiente titular: "Joseph Beuys: llega a Madrid el hombre del sombrero". Y claro, él debió pensar: "Hombre, pues si viene, ¡habrá que entrevistarlo!".
Algunas veces, me pregunté cómo habrían nombrado a aquel majadero redactor jefe de Cultura. Imagínense la entrevista entre el director del diario y el aspirante:
-A ver, ¿cuántas veces al mes vas al teatro?
-Ni una.
-Muy bien. ¿Tu poeta favorito?
-Beethoven.
-Magnífico. ¿A qué célebre duquesa empleó Goya como modelo para La maja desnuda?
-A Lady Di.
-Muy bien. ¿Cuál era el nombre de pila de García Lorca?
-Mariano.
-Estupendo. Quedas nombrado redactor jefe de Cultura.
No llores, Rubén. No sabes lo bien que te entienden muchos en esta ciudad.
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