En el bosque de los huesos
LOS ÚLTIMOS diez años fueron especialmente difíciles para Perú. La apertura democrática, inaugurada previamente, se tiñó de una violencia impensable en la ya violenta historia del país. A partir de ahí, Perú parece aceptar el fracaso de todos los proyectos de progreso y se resigna con una paciencia fatalista a su disposición periférica en los mapas de la modernidad. Esa crisis asumida como horizonte natural, según Julio Ortega, uno de sus destacados analistas, deja en tanto saldo único un discurso de la carencia, una disposición a la falta y una lengua de la desolación.
La poesía se convierte entonces en una cuestión de combate, en una tenacidad y una forma subterránea de resistencia. Lo importante es no claudicar, no ceder a aquello que uno de sus artífices, Edgar O'Hara (1954), llama la sospechosa administración del silencio. Ante el conjunto inverosímil de acciones que rigen la vida cotidiana, los jóvenes poetas peruanos hablan. Y lo hacen desde la precariedad de los medios, desde ediciones domésticas y plaquetes artesanales, desde efímeras y voluntariosas revistas o en declaraciones de grupo -Neón, Noble Katerba, el Movimiento Kloaka, de 1982, y el que le antecede con el título adánico y parricida de Hora Zero-.
Sobre el desarrollo de la poesía peruana contemporánea
Es una poesía no situada y divergente, curiosamente conservadora en el terreno formal, sólo subversiva en sus argumentos y propuestas y que insiste en expresarse, como dice Roger Santiváñez (1956), en la lengua que se oye a medianoche por los barrios de Lima. Una poesía un poco maldita y otro tanto conformada, en la que Jorge Pimentel (1944) grita su mezcla de denuncia y confesión y ofrece espacio a las quejas de sujetos sociales hasta entonces desatendidos; poesía en la que Tulio Mora (1948) adopta la visión de los vencidos, para declarar el dolor y la dominación desde el otro lado o Carmen Ollé (1947) estudia minuciosa y fisiológicamente el cuerpo, del éxtasis al excremento, como vehículo de oposición.
Los nombres pueden sucederse en una riqueza de matices -Verástegui, Orellana, Miguel Cabrera, Ricardo Oré, Elqui Burgos, Giovanna Pollarolo-, pero éste es un acervo asediado de dificultades, porque tiene que configurarse en los márgenes de una tradición poderosa, dueña de una retórica autosuficiente y una perfilada tecnología estilística: la cuestión reside ahora en cómo escribir tras César Moro, Martin Adán, Vallejo, Germán Belli, Westphalen, Guevara, Romualdo, Sologuren, Varela, Eielson y toda la autárquica generación del 50 con su metáfora eficaz. Pero, sobre todo, cómo escribir para un medio sin capacidad de réplica y sin análisis, un ámbito estancado que sigue celebrando juegos florales y convocando premios como La Primera Poetisa del Perú o El Poeta Joven Peruano, aunque los ganaran en ocasiones las voces, fuera de sospecha, del exquisito, internacional y brillante Eduardo Chirinos (1960), la combativa Magdalena Chocano (1957) o del culto y polémico José Mazzotti (1961).
La mediocridad del contexto, su platitud indiferente, explica que a estos poetas recientes, empeñados a partir de 1985 en clausurar la anticuada dialéctica entre una poesía pura frente a otra falsamente opuesta, social y comprometida, se les fustigue, se les escuche apenas o se les desestime en tanto penoso remedo de los logros de 1960, acusados de perpetrar las mismas influencias anglosajonas, el mismo yo ubicuo de Antonio Cisneros, el mismo poema integral del magnífico Luis Hernández o semejante actitud de desafío practicada por Rodolfo Hinostroza. Hay que reconocer que los tres, y algunos más, Heraud, Lauer, Martos, Ojeda, Morales, no resultan ejemplos nada despreciables. Es más, ejercen una seducción ni inocua ni fácilmente eludible, puesto que incurrieron en la libertad temática que les permitió cantar cosas inauditas en un coloquialismo próximo, un poco deslenguado y lleno del desparpajo que algunos identificaban con el británico modo de la bibliografía por ellos frecuentada. Y, ante todo, la generación desencantada de los sesenta nunca se permitió solemnidad, ceremonia ni contemplaciones con los consagrados del canon oficial.
A los que vendrán después les queda el campo desolado donde se libró la batalla y una arraigada tendencia a la transgresión en tanto comportamiento automático o tic generalizado. En esa herencia conflictiva se inscriben los gestos diametrales de Domingo de Ramos (1960), con su mix de progreso fallido y culturas ancestrales en una especie de aristokracia del kaos; Mario Montalbetti (1953) que practica el remake revisionista y desestabilizador o Rocío Silva Santisteban (1963), acomodando las imágenes de Venus o Clitemnestra a una fémina sola, intelectual y entrada en años. Entre los jóvenes, el trabajo crítico se apoya y se ejerce desde las seudocrónicas mestizas de Xavier Echarri (1966); las paradojas de un Peter Punk procaz y tercermundista en Montserrat Álvarez (1969); el toque amazónico y antropológico de Ana Varela Tafur (1963) o la intensa visión de la ciudad como un cielo desgarrado en Roxana Crisólogo (1966).
Y, sin embargo, de lo anterior sería preferible no extraer una idea mancomunada de corporativismo. La poesía peruana reciente es una poesía de francotiradores y solitarios con marcas propias que los distinguen y una sólida vocación de diferencia. Entre los especiales y distintos, en la generación de los setenta, José Watanabe (1946), poeta originalísimo e insuperable, que canta y cuenta, describe con la objetividad de un naturalista los meandros secretos de lo más interior. Más jóvenes, Carlos López Degregori (1952) resulta el mejor dotado para transitar su verso de épica y ficción, para fabular mundos y heráldicas en una remozada cercanía con la leyenda. Y Rosella di Paolo (1960), otro ejemplo de la potencia de la poesía escrita por mujeres en Perú, reúne con su verbo doloroso e iluminado los pedazos de la propia vida en el trabajo imposible de restañar lo para siempre separado.
Hablar de vitalidad para todos estos casos es justo. Pero sería más preciso celebrar la resistencia de la poesía y de su vocablo en este país angosto que Luis Hernández llamaba tristemente el bosque de los huesos.
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