La ciudad como capricho
En el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) hay unos estupendos frescos pompeyanos. No pertenecen al Templo de Isis ni a la Villa de los Misterios. Los frescos muestran espacios que han resistido las perversiones del tiempo y de cualquier lógica y parecen sacados de las paredes de algunos templos menores de la pequeña y refinada Herculano. Estas curiosas pinturitas que ha prestado el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles para la exposición La ciudad que nunca existió contienen bellísimas fantasías urbanas con paisajes submarinos e idílicos panoramas fluviales que hubieran hecho enloquecer a Vitrubio. "Tales formas no existen, no pueden existir ni han existido nunca", advierte el arquitecto romano en la entrada de la exposición.
La exposición muestra los espacios vacíos donde sólo puede habitar la imaginación
El oráculo del promontorio de Hércules parece haber dejado el golfo napolitano para buscar consuelo en la imaginación de los incautos visitantes de esta muestra. Así que un leve escalofrío en la noche de esta gran urbe fantasma debería recorrernos la nuca. "No han existido nunca, nunca
...". A medida que avanzamos en el recorrido, el eco vitrubiano nos pisa los talones. Las musas inquietantes de De Chirico también se han colado en esta muestra en forma de eternos paisajes urbanos con cuatro o más punto de fuga. Confundidos con la profundidad ilusoria de estas piazzas, el visitante busca un punto de vista real: las oscuras arcadas de las salas del CCCB. ¿Profundas?, ¿oscuras? Una ilusión, como las ciudades de Miquel Navarro, tan paralizadas en sus posibilidades poéticas. Más adelante, en el último silencio azul eléctrico de una cartela, leemos: "Perejaume. Pintura y representación, 1989. Colección Laboratorios Salvat". ¿Dónde estoy? ¡Qué pesadilla! Ni la Abundancia festiva (1930) de Paul Klee permite escapar de esta ciudad sanatorio.
La exposición que ha comisariado Pedro Azara tiene motivos de sobra para subsistir, sobre todo cuando los propios ciudadanos se preguntan, estupefactos ante la transformación urbanística del Forum 2004, si la Barcelona resultante debería existir o no. ¿Qué pensaría Vitrubio? La imagen y el mito de la ciudad preside esta muestra que es en sí misma un capricho. La idea de su comisario era hacer un catálogo de arquitecturas fantásticas y ciudades imposibles creadas voluntariamente por el pintor que de esta forma derrotaba la luz y el orden, la medida y la moderación humanas. Mostrar los espacios vacíos donde la vida no es posible y que sólo puede habitar la imaginación humana, ciudades pobladas por el imaginario occidental, desde las pinturas del Renacimiento hasta las imágenes contemporáneas.
Pedro Azara ya había dado muestras de su buen trabajo como comisario en Las casas del alma y La fundación de la ciudad. Pero en esta ocasión se ha equivocado. Un buen comisario, como un buen artista, ha de practicar la autoexigencia de forma implacable. Una actitud que, por otra parte, tendría que valorar cualquiera que piense que no es ningún pecado estético poner al lado de un Vredeman de Vries una plancha de cobre de Cristina Iglesias (Díptico, 1998), o una fotografía de Patrick Shanahan (Cadis, 1999) junto a los paisajes de Belloto. Y lo mismo para las telas de José Manuel Ballester que miran de reojo los óleos de Dirck Van Delen y Francisco Gutiérrez.
Pues bien, el clima creado por los diseñadores de Saeta Estudi para esta exposición -un ambiente minimalista conseguido sólo con una buena iluminación- ha permitido que, en un principio, la idea de "capricho arquitectónico" se desarrolle en el ojo y que éste circule libre entre el alboroto de formas cargadas de arquitectura preconsciente. Pero sólo cuando ese ojo, acostumbrado a las fantasías privadas de los Belloto, Eugéne Deshayes, los Pérez Villaamil, los Guardi y Marieschi, dos magníficos dibujos de Victor Hugo (Castillo de noche y Castillo en medio de la tormenta, 1857) y la Iglesia gótica frente al mar (1815) de Schinkel, se aparta de una sintaxis coherente, cae en la arbitrariedad y escamotea los trabajos de Escher o Piranesi -y los de tantos dibujantes de cómic- y combina de forma abrupta la Venecia alucinada o el Shanghai idealizado (2001) de Mario Barbieri (Taula VII, 2002) con el Mercado (1963) de Mompó, los flojísimos Sironi (Paisaje urbano, 1934), Léger (El reloj, 1918) y el apabullante Pasadizo de los espejos (1982) de Maria-Helena Vieira da Silva, entonces comienza a bizquear. ¿Será éste el modelo de exposición integradora derivada de nuestra cultura fragmentada?
No hay tregua. Al final, el vídeo de Catherine Yass, un fantástico descenso a los infiernos que firmaría el Ridley Scott de Blade Runner, y la instalación de Ann Veronica Janssens, que transforma al visitante en un fantasma incapaz de liberarse en el espacio infinito de su mente, y la instalación de Martí Anson, Bon dia (2000), impiden una lectura eficaz del conjunto, de manera que estas obras, que podrían reflejar el mejor de los mundos posibles, no son más que el alfabeto de una muestra ineficaz, que se queda en lo superficial.
Esta exposición no es propia ni de su comisario ni del centro que la acoge. Es, simplemente, un capricho. Pero vayan a ver los frescos pompeyanos. Quizá les convenzan de la integridad de la idea -la ciudad imposible- cualesquiera que sean las frivolidades de sus artífices.
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