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Crítica:ESTRENO | 'Dogville'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La boca de la loba

En el subsuelo del cine, por evolucionado que esté todo lo que tiene de lenguaje moderno y sin equivalente, anidan todavía las antiguas, milenarias raíces del teatro. Los esfuerzos del purismo cinéfilo por desvincular al cine de la escena -que suelen ser gestos miméticos del irrepetible islote que fue la lucha intransferible de Robert Bresson por crear un cine más allá de la teatralidad, es decir, más allá del actor- vienen de antiguo y son tercos, pero caen refutados por cineastas -para entendernos, de Charles Chaplin a Jacques Rivette, pasando por Ernst Lubitsch, Buster Keaton, Wilhelm Murnau, Serguéi Eisenstein, Jean Renoir, Ruben Mamoulian, George Cukor, Douglas Sirk, Elia Kazan, Orson Welles, Billy Wilder, Joseph Losey, Anthony Mann, Nicholas Ray, Ingmar Bergman, Andrei Tarkovski y tantos otros gigantes de su oficio- cuyo genio se haría indescifrable sin poner al aire sus raíces hundidas en la teatralidad.

DOGVILLE

Dirección y guión: Lars von Trier. Intérpretes: Nicole Kidman, Harriet Anderson,Jean-Marc Barr, Lauren Bacall, James Caan, Ben Gazzara, John Hurt, Paul Bettany. Dinamarca, 2003. Género: drama. Duración: 177 minutos.

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Así tiró, a pie de pantalla, este cronista del hilo de la convulsa desventura que despliega la pantalla de Dogville: representa ritualmente la pasión de una elegante, hermosa y enigmática mujer errante -Nicole Kidman, arrastrada por ella, se juega el aliento, el alma, y sale crecida de su vuelo suicida-, que cae atrapada en la red de la hospitalidad de Dogville, aldea perdida en un valle de las Montañas Rocosas, y allí, sabiendo que necesita protección, las mujeres la convierten en su criada y los hombres en su puta, acatando la dama, con mansedumbre, la condición de esclava de sus protectores. Hasta que un giro del crescendo argumental deja ver la boca de loba que esconde la cordera y desencadena el instante de huracán de toda genuina violencia trágica.

Y volviendo a tirar del hilo de la primera y asombrada visión: en esa pantalla no hay aldea, no hay montañas, no hay valle, no hay calles, no hay casas; hay un ámbito ceremonial vacío, una escena desnuda, sin calidades escenográficas, una tarima abstracta en la que se mueven de manera fantasmal dos o tres decenas de personajes perseguidos por la cámara, inquieta e inquietante, de Lars von Trier, que va atrapando los entresijos de la calma turbia y viciada de esta comunidad de oprimidos convertidos en opresores, poderosa metáfora escénica de una sociedad enferma y generadora de crimen.

Se percibe en el subsuelo de este vigoroso y despojado suelo escénico la luz de aquella puntiaguda y temible mirada de Bertolt Brecht que Joseph Losey, que hizo gran cine a su sombra, decía que multiplicaba el alcance del ojo de la cámara. Lars von Trier ha ido más lejos que este gran discípulo directo del genio de Brecht y busca con ese ojo multiplicador del dramaturgo alemán la médula de los comportamientos que identifican a esa sociedad generadora de violencia. Y, así, siguiendo la lógica irónica con que Robert Altman definió a Hollywood, Dogville ensancha sus límites hasta elevarse a representación de América, esa enorme América perturbada y encerrada en un sueño convertido en pesadilla.

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