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Europa, ¿antisemita o desmemoriada?

¿Se puede criticar la política del Gobierno israelí -del actual, del anterior o del próximo- sin ser tachado de antisemita? La pregunta, muy presente en el debate público francés desde hace meses, ha adquirido renovada actualidad a la luz de los resultados del último Eurobarómetro, según los cuales el 59% de los ciudadanos de la Unión Europea considera a Israel la mayor amenaza para la paz mundial. Esa pregunta, en todo caso, es meramente retórica, porque resulta evidente que sí, que se puede y que se debe; lo confirman a diario la oposición política israelí -consagrada, como en cualquier democracia, a criticar la gestión gubernamental y contraponerle alternativas-, algunos de los más prestigiosos órganos de prensa de aquel país (Haaretz, por ejemplo) y grandes periódicos internacionales a los que no cabe imputar antisemitismo alguno, como The New York Times.

Cuestión distinta es si tales críticas fustigan actuaciones concretas de un gobierno concreto -el de Sharon da motivos abundantes para ello- o, según sucede a menudo, se deslizan hacia la condena genérica y la execración moral de la "política israelí" como un todo global y permanente. Porque hay en este caso una singularidad que no puede ser ignorada: por feroz y estridente que sea, ninguna crítica contra el "imperialismo norteamericano" pone en cuestión la legitimidad de Estados Unidos como país, ni su derecho a seguir existiendo; por despótica y sangrienta que se considere la política de Vladimir Putin, ello no lleva a nadie a cuestionar la identidad rusa ni a sugerir su erradicación. Cuando se analiza y se opina sobre Israel, en cambio, los confines entre la crítica contra el Gobierno y la deslegitimación del Estado son mucho más sutiles y borrosos; tanto o más que la distinción entre lo israelí y lo judío.

¿Estoy, con estas reflexiones, sugiriendo para Israel un trato de favor informativo, o alguna clase de autocensura en las críticas? No, en absoluto. Lo que digo es que, como en cualquier otro problema internacional de magnitud comparable, la visión que los medios ofrecen de él a la ciudadanía debería ser compleja, plural y matizada. En cambio, el conflicto israelo-palestino es, desde hace muchos años, pasto predilecto de la simplificación y de la caricatura. De la caricatura en sentido metafórico, y también en sentido literal: se cuentan por cientos, y piden a gritos un estudio riguroso, las viñetas y los chistes gráficos que la prensa española ha publicado sobre ese asunto, por lo menos desde el estallido de la primera Intifada: dibujos de tanques y soldados judíos aplastando a palestinos indefensos, nunca de civiles israelíes despedazados en un autobús o un restaurante; imágenes y textos en los que Sharon es comparado con Hitler, Stalin, Himmler, Franco, Pinochet... Pero el problema no es ni siquiera la flagrante parcialidad de esas piezas de opinión, mucho más potentes que los sesudos artículos de fondo. El problema es previo: ¿cuántas viñetas, cuántos chistes recuerdan ustedes acerca de las matanzas interétnicas en Ruanda y Burundi, de la guerra civil en Argelia, de los devastadores conflictos internos en Liberia, en Sierra Leona, en el Congo, en...? Prácticamente ninguno, porque esas son crisis demasiado complicadas para resumirlas en cuatro trazos de lápiz; además, ¡vaya usted a saber quién tiene ahí la razón, si los hutus o los tutsis, si los guerrilleros islamistas o el régimen de Argel...! Con el Próximo Oriente, en cambio, todo es más fácil y cómodo: las víctimas siempre a un lado, los verdugos al otro.

No cabe, pues, sorpresa alguna ante el resultado de la encuesta del Eurobarómetro: casi 6 de cada 10 europeos opinan que Israel representa el principal peligro para la paz mundial; más peligro que el absolutismo comunista norcoreano, más que los juegos de guerra nuclear a que gustan entregarse India y Pakistán, más que la bomba demográfico-política iraní, incluso más que el belicismo de la hiperpotencia norteamericana. ¿Por qué? Por un lado porque, mientras no hemos visto jamás una imagen no oficial del reino de Kim Jong Il, mientras no somos capaces de imaginar un apocalipsis por Cachemira, mientras muchos todavía creen que los ayatolás son esos tipos estupendos que derribaron al sha proamericano, Europa cena todas las noches viendo la crónica minuciosa -y a menudo sesgada- de lo ocurrido aquel día en ese minúsculo rincón del globo llamado Israel-Palestina. Hipertrofia o desproporción en la cobertura informativa, por tanto, y también el decantamiento masivo y maniqueo de los creadores de opinión europeos a favor de uno de los bandos y en contra del otro. Si un estadista tan experimentado y serio como Mario Soares es capaz de describir -en La Vanguardia del pasado domingo- el polémico muro de seguridad israelí como "un proyecto de verdadero exterminio", ¿qué iban a contestar los ciudadanos comunes a la famosa encuesta?

¿Significa eso que el 59% de los europeos son antisemitas? Creo que no, pero el antisemitismo europeo está ahí: sería ingenuo pensar que un prejuicio bimilenario desaparece en 50 años, y más ingenuo aún confundir el repliegue o la hibernación con la muerte. Últimamente, la judeofobia se ha desperezado y desacomplejado, y ya puede encontrársela no sólo en los predios marginales de la extrema izquierda o de la extrema derecha, sino en la boca de un respetable diputado alemán, o en la pluma de un no menos respetable general de la Bundeswehr. Y bien, es de sentido común sospechar que ese odio ancestral y latente encuentra hoy en la demonización de Israel un desagüe ideal: a la moda y, además, progre.

Si Europa -la institucional, la política, la mediática- desdeña tomar conciencia de esos peligros, no sólo se estará autoexcluyendo de cualquier papel mediador entre árabes e israelíes; lo más grave es que estará olvidando su responsabilidad histórica en el caso, porque el sionismo e Israel son, ante todo, efectos de la judeofobia europea, desde los antidreyfusards franceses hasta los nazis alemanes.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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