Si Maragall gana...
ESTAMOS tan acostumbrados a ver como presidente de la Generalitat al honorable Pujol que resulta difícil pensar lo que pueda derivarse para la política española de la presencia de un político tan singular como Maragall al frente del Gobierno catalán. Sin duda, muchas cosas, todas benéficas, se derivarán para la catalana: fin de la patrimonialización de la idea y del sentimiento de Cataluña por un partido; de las redes clientelares que son, allí y en todas partes, resultado y sostén de tantos años de poder; de las rutinas propias del mero paso del tiempo con la misma gente en los mismos puestos; de la transformación de la política en gestión del presupuesto. Cataluña gobernada por la izquierda dirá uf, y se quitará un peso de encima, el peso de lo que amenazaba con ser una eternidad.
Pero Cataluña es más que una comunidad autónoma, y lo que allí pase tendrá inmediatas repercusiones sobre la política española. Ante todo, si Maragall gana, tocará a su fin la costumbre, iniciada en 1993 con los socialistas y continuada en 1996 por los populares, de formar Gobiernos de minoría con el apoyo de los nacionalistas catalanes, costumbre revalidada en 2000 en una especie de toma y daca que convirtió a los populares de España en sostén de los nacionalistas de Cataluña. Si Maragall gana, será imposible que CiU en la oposición preste sus diputados a ninguno de los dos partidos de ámbito estatal para formar gobierno en Madrid: no al PSOE, por razones obvias; pero tampoco al PP, porque mal negocio harían los nacionalistas catalanes apoyando desde la oposición -o sea, sin obtener nada a cambio- a un partido que alardea de nacionalismo español.
Sólo este resultado sería suficiente para reintroducir algo de oxígeno en la competencia entre los partidos de ámbito estatal y en su disposición para formar coaliciones de gobierno. Como, si gana Maragall, nadie podrá contar con el nacionalismo conservador catalán para gobernar, asistiremos entonces a una auténtica novedad en nuestros usos políticos: en el caso de que ni PP ni PSOE obtengan mayoría absoluta en las elecciones generales -una hipótesis plausible si los socialistas no se obstinan en insultar la inteligencia y los sentimientos de un segmento para ellos imprescindible de electores-, formará gobierno quien sea capaz de formar coaliciones en las que nada estará escrito de antemano: el segundo gozará de tanta legitimidad como el primero para negociar apoyos y recibir el encargo. Ojalá se derive de este hecho un retorno a la política como negociación que haga olvidar pronto la política como ordeno y mando de estos últimos años.
Todo esto abrirá una oportunidad, quizá la penúltima, para la búsqueda de una solución política, pacífica, del único problema realmente grave, sin aparente salida, a que se enfrenta la democracia en España: el lugar que en ella ocupan Euskadi y Cataluña. Si Maragall gana, las Cortes generales abordarán por vez primera la reforma de un estatuto de autonomía que irá más allá de concretos retoques, pero que no será un plan soberanista; en palabras de sus propios artífices, será un nuevo estatuto que inaugure una vía catalana a la que se atribuyen efectos casi taumatúrgicos. Tal vez en el debate a que dará lugar su elaboración y aprobación por una mayoría cualificada del Parlamento de Cataluña tengamos ocasión de salir de las nebulosas, entre historicistas y futuristas, en las que se mueve tan a gusto Maragall y pasemos de la retórica de la España plural a propuestas concretas que abran la puerta a soluciones negociadas.
Pues no será lo menos importante del esperado acontecimiento que, si gana, podremos aclarar de una buena vez qué tiene Maragall en la cabeza: si construir España en red (una idea, por cierto, que el tradicionalismo católico opuso a la construcción radial de los liberales decimonónicos) o más bien hacer de ella una línea férrea. Maragall tendrá ocasión de decidirse por alguna de las sabrosas metáforas con las que suele ilustrar sus imaginativas propuestas: si prevalece la red, dejaremos de oír la manida y algo desfasada pretensión de convertir a Cataluña en locomotora -antes telar- de España, y subirla al puesto de mando: una red no tiene puestos de mando, ni de ella puede tirar una locomotora. Pero si prevaleciese, por el contrario, la imagen del ferrocarril con su maquinista, entonces debería Maragall tener la gentileza de aclarar a sus sufridos lectores cómo podría trenzarse una red con una locomotora. En cualquier caso, su triunfo será como un maná caído del cielo. Maragall tiene que ganar.
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