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Columna
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Mirar al suelo

"Es hora de deshacer malentendidos", dijo el alcalde Clos, "es el momento de rehacer el pacto histórico entre Barcelona y Cataluña". Muy bien, claro que sí. Aunque ya estamos en campaña electoral -por eso se llama ahora la atención sobre el asunto- ese divorcio de 23 años, esa presunta rivalidad de poder entre las dos orillas de la plaza de Sant Jaume, nunca ha tenido sentido.

Pero Clos, prudente como siempre, no dijo lo que todos sabemos: Barcelona ha sido reiteradamente castigada -por los de aquí y los de allí, por la Generalitat pujoliana y por el Gobierno de Madrid- por ese empeño histórico, de 25 años, en votar socialista. Ese castigo existió incluso, hoy lo vemos con claridad, en la etapa de un Gobierno socialista que desconfió de las siempre extrañas ideas barcelonesas sobre las cosas. Para qué negarlo, estamos acostumbrados: los de aquí hemos tenido y tendremos -no vayamos a pensar que estas cosas cambian de la noche a la mañana- que batallar constantemente con prejuicios y tópicos que, acaso, nosotros mismos hemos contribuido a crear. Para qué negar, pues, que al margen de nuestra persistente y provocadora rebeldía votando alcaldes socialistas, los barceloneses tenemos nuestras cosas, unas peculiaridades que afloran en lo más nimio. Voy a dar ejemplos ahora mismo.

Fue la mirada de un forastero la que me hizo, hace unas semanas, observar de nuevo la ciudad hacia el cielo y hacia el suelo con cierto detalle. Un enjambre de banderolas, de carteles publicitarios estruendosos y de agobio anunciador caía sobre nuestras cabezas en pleno centro de la ciudad. "¿Tan faltos están ustedes de dinero?", preguntó el forastero. ¿Qué se responde a eso? ¿Que nos gusta la publicidad o se le explica la larga historia del agravio? ¿Por qué no decirle, tout court, que somos -lo es nuestro Ayuntamiento- así de peseteros? El paisaje habla claro: el monumento es la publicidad.

Más inquietante fue la mirada hacia el suelo de la ciudad. Había llovido y las aceras, hasta las más nuevas, estaban repletas de charcos y baches. Había agua, sí, pero estaba muy limpio. Y en medio de esa limpieza brillaban las chapas metálicas: llamo así a esas piezas de todos los tamaños, formas e intenciones -agua, teléfonos, señales de tráfico, gas y otras de desconocida identidad- que hacen que el suelo de la ciudad sea un decorado de pesadilla. En ese momento -cerca de la plaza de Catalunya- contamos 18 chapas, en perfecto desorden, alrededor de nuestros pies.

Tenemos un suelo, unas aceras, que es un queso gruyère, un puro caos de compañías que abren, cierran y colocan, por donde pasan, su chapa, su anárquica impronta. Tenemos un suelo que es, también, un malentendido. Pensé en Viena, en Londres, en París, donde esos efectos de mobiliario urbano están perfectamente alineados y delimitados. ¡Aquí las chapas nos invaden! En días sucesivos anduve por la ciudad para comprobar que hemos creado un paisaje, en el suelo, que me recordó aquel barraquismo de áticos ilegales a los que aludió Oriol Bohigas en los setenta.

Y tuve que reconocer que eso es, también, la Barcelona de hoy, esa que presume de diseño y coneixement. Una Barcelona, la de las aceras invadidas por chapas indómitas, que expresa nuestro propio desarme: ¡cada paso que damos, o casi, se hace sobre Dios sabe qué enredo subterráneo! ¿Somos pura fachada? Además, el bosque de chapas, ese inquietante malentendido, crece bajo nuestros pies. Por arriba publicidad, por abajo chapas. Todo lo cual -hagan la prueba, observen- habla de nosotros y de los castigos que nos infligen y, acaso, nos autoimponemos. ¿Por qué no un pacto histórico, aquí mismo, una tregua pacificadora de nuestro paisaje? ¿No nos merecemos ese pequeño esfuerzo?

Fe de errores: En mi último artículo confundí el nombre del magnate estadounidense Warren Buffet y le llamé Bernard, que corresponde a un afamado pintor francés. Lo lamento.

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