_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La Constitución y los enclaves

Máximo Cajal, embajador español ya retirado, ha cometido uno de esos errores aparentemente livianos pero que en este país no se perdonan. Según adelantaba este periódico recientemente, Cajal prepara la publicación del libro Ceuta, Melilla, Olivenza y Gibraltar. ¿Dónde acaba España?, un libro en el que entra de hoz y coz en el conflicto que comportan cuatro enclaves territoriales: Ceuta y Melilla, reclamadas por Marruecos; Olivenza, población extremeña reclamada por Portugal; y por fin Gibraltar, la herida colonial española.

Los fundamentos de fondo, jurídicos, históricos o políticos, que determinen la suerte final de cada una de esas plazas no me quitan el sueño. Personalmente, sugeriría un recurso sencillo y democrático: ¿por qué no preguntar a los ciudadanos qué prefieren, mediante civilizadas urnas y no menos civilizados recuentos? Es solución tan obvia como imposible. Por desgracia, los Estados admiten la soberanía popular en abstracto, pero aplicarla para resolver problemas concretos acaba doliéndoles en los mapas.

No es caso de dedicarnos a elucubrar sobre la suerte de Olivenza, porque a este lado de la frontera ibérica se ha dictado que es un problema que no existe, de modo que bien puede el articulista poner en juego su columna por dedicarse a insignificancias. Pero lo grave, lo verdaderamente grave, al margen de reivindicaciones portuguesas, españolas, gibraltareñas o alauitas, es la suerte del ex embajador Cajal y su proyecto. Ya resulta indignante que controversias obvias sean proscritas. Desde que se hizo público que iba a publicar su libro, al pobre Máximo Cajal le están cayendo toda clase de insultos y descalificaciones. Las asambleas de Ceuta y de Melilla (era de esperar) se han pronunciado en contra de las tesis del libro, en contra también la derecha y buena parte de su hueste de articulistas. Todo esto es absolutamente respetable, pues incluso las ideas de Máximo Cajal son discutibles, por más que tenga el mérito de poner sobre la mesa cuestiones que la nación española había tratado hasta ahora como dogmas de fe.

Lo que ya no parece de recibo es el extremo al que han llegado sus opositores. Al margen de otros adjetivos, el intento de Máximo Cajal de abrir un debate ha sido tachado de "inconstitucional". Pero, todavía más, al cobijo de tal inconstitucionalidad, algunos políticos y articulistas han pedido, literalmente, que se prohiba la publicación del libro. Esto sí que resulta el colmo de los colmos. No ya oponerse a la marroquinidad de dos ciudades africanas. No ya, incluso, pedir la censura de un libro. Lo grave, lo dramático, lo patético, es querer prohibir su publicación al amparo de la Constitución de 1978.

A todos los verdaderos constitucionalistas, a los fieles defensores del movimiento constitucional y de sus dos siglos de historia, deberían erizársenos los cabellos viendo cómo se esgrime una Constitución democrática para prohibir un libro. Lo más terrible del pensamiento español contemporáneo es que, con la excusa del problema vasco, la Constitución de 1978 nos está siendo expropiada por los más oscuros representantes del nacionalismo español. Airear la Constitución para solicitar la prohibición de un libro es abofetear a la misma Constitución, forzarla, violarla, sodomizarla, vejarla y torturarla. Pidan los censores, con plena desvergüenza, que el libro no se publique, pero tengan la decencia de no apoyarse para hacerlo en un texto consagrado al reconocimiento de las libertades.

A muchos reverentes admiradores de esa Constitución que, quiérase o no, nos sigue gobernando, habría que recordarles que una verdadera Constitución, no es una coartada para masturbaciones patrióticas ni para maniobras inquisitoriales en contra de la libertad de expresión. Empieza a ser necesario recordarles que una Constitución es, sobre todo, más que nada, y quizás exclusivamente, una explosión de libertad y un firme garante de la misma, de la libertad de pensar, de escribir y de opinar. Los que la esgriman para algo tan infame como censurar un libro necesitan un cursillo intensivo de primero de Derecho.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_