Ventanas de la alta madrugada
Estoy pensando en juguetes rabiosos. Y también en aguafuertes porteños, jorobaditos y noctámbulos, lunas rojas y siete locos en trajes de fantasmas. Estoy pensando en Roberto Arlt y en aquella mañana en la que sus compañeros de trabajo le encontraron en la redacción del periódico con los pies sin zapatos sobre la mesa, llorando, los calcetines rotos. Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó:
-¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se está muriendo?
Son las cuatro de la madrugada en Barcelona y soy yo ahora el que tiene enfrente un vaso con una rosa mustia. El vaso no me quita la angustia, pero me ayuda aún más a pensar en Roberto Arlt, el autor de Los siete locos, hombre de personalidad compleja y estrafalaria, escritor que -digan lo que digan- escribía muy bien, aunque a veces quedara entrampado por los gerundios. Pienso en él y me acuerdo de la atmósfera de sueño y de inquietud en la que vivía un tal Erdosain, ese personaje de Los siete locos que se pasaba el día circulando por una zozobrante atmósfera a la que llamaba "la zona de angustia". Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y era la consecuencia del sufrimiento de los hombres y "como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro (...): angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo".
Historias de insomnes que piensan que el más angustioso poema que se puede escribir sobre la humanidad está en las ventanas iluminadas a las cuatro de la madrugada
Arlt se adelantaba a todo, tal vez porque era de esas personas que no leen libros, sino que hojean en el cerebro de esos libros
En realidad pienso en Roberto Arlt desde que ayer, poco después de comprar la rosa, encontré en la calle a un amigo literato que se salió por la tangente y, en lugar de hablarme de la rosa, me preguntó si en alguna ocasión, al igual que hiciera Arlt en otros días, me había fijado en las ventanas iluminadas a las cuatro de la madrugada. Hizo una pausa, y luego añadió: "La de historias que hay en ellas."
Y es verdad, las hay. Si lo sabré yo ahora, que estoy insomne en mi personal zona de angustia, a las cuatro de la madrugada, y acabo de mirar por la ventana y he visto, más allá de la rosa mustia, la misteriosa ventana recién iluminada de un vecino, y de inmediato me he preguntado qué historia habrá en ella, qué estará sucediendo ahí en ese interior.
Roberto Arlt, al escribir sobre ventanas iluminadas en la alta madrugada, decía: "¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si, en ese momento en que la ventana se ilumina, un hombre hubiera estado ahí espiando?". Esto lo escribió Roberto Arlt mucho antes de que todos tuviéramos noticia de cierta ventana indiscreta de Hitchcock. Arlt se adelantaba a todo, tal vez porque era de esas personas que no leen libros, sino que hojean en el cerebro de esos libros. Yo creo que era un hombre de grandes intuiciones y por eso las ventanas iluminadas en la alta madrugada le mantuvieron despierto en tantas ocasiones: "Nada más llamativo en el cubo negro de la noche que un rectángulo de luz amarilla. ¿Quiénes están ahí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar? Ventana iluminada en la alta madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta detrás de tus vidrios biselados o rotos se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad".
Mirando desde mi zona de angustia esa ventana iluminada del vecino, mi imaginación se ha despertado y he pensado, en primer lugar, en alguien que a estas horas está navegando por la infinita red de la pantalla de su ordenador. No sé por qué he elegido esta opción. Hasta el momento mismo de elegirla se abrían ante mí todas las opciones del mundo, me encontraba como un escritor ante la primera frase de su novela. Ante esa primera frase, el escritor tiene toda la libertad del mundo, se le ofrece la posibilidad de decirlo todo, de todos los modos posibles. "Hasta el instante previo al momento en que empezamos a escribir", dice Italo Calvino, "tenemos a nuestra disposición el mundo, un mundo dado en bloque, sin un antes ni un después".
Muchas veces, al comenzar desde una zona de angustia un texto sonámbulo como éste, pretendo llevar a cabo un acto que me permita situarme en este mundo. Pero también es cierto que, en cuanto realizo ese acto, es decir, en cuanto escribo la primera frase, mi angustia me deja algo parecido a un regusto de sollozo ante una rosa mustia, pues veo que mi mundo ha quedado ya de inmediato acotado. En el caso que me ocupa, la frase es ésta: estoy pensando en juguetes rabiosos. A estas alturas de mi escrito sonámbulo, a estas alturas de la alta madrugada, no me queda otra opción que seguir adelante, aunque mi libertad creativa se haya visto ya restringida: no puedo ser más que alguien que está pensando en juguetes rabiosos y espiando la ventana de un vecino que viaja por una ventana iluminada; no puedo ser más que alguien parecido a Erdosain cuando entraba en la zona de angustia y sentía las primeras náuseas de la pena.
-"¿Qué es lo que hago con mi vida? -decíase entonces Erdosain, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación del hoy con su medida del tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado".
Mi angustia viene de mi deseo de ser yo distinto mañana, alguien no atado a la primera frase de sus escritos. Y ya sólo me calma pensar que, después de todo, no he perdido tanta libertad como creía. Si bien no puedo ya dejar de ser un espía, lo que puedo imaginar que aparece en la pantalla de mi espiado es ilimitable. Por otra parte, quién sabe. Tal vez mi vecino está espiando otra ventana iluminada en la alta madrugada, y esa ventana es la mía y para él yo puedo estar ahora a punto de suicidarme, o tal vez celebrando la inmensa fortuna que acabo de ganar en un casino de juego, o, simplemente, ser alguien al que, de tanto mirar a la rosa mustia o a la luz de su ordenador, se le han quemado las pupilas.
Ventanas que son faros en la alta madrugada. Como decía mi amigo: la de historias que hay en ellas. Historias de ladrones con linternas o de moribundos que dictan su último testamento ante temblorosos familiares; historias de madres que se inclinan atormentadas de sueño sobre una cuna o historias de parejas que hacen el amor, o de tipos que charlan interminablemente sobre el misterio del universo, historias de soñadores que tienen insomnio o de insomnes que piensan que el más angustioso poema que se puede escribir sobre la humanidad está ahí, en las ventanas iluminadas de las cuatro de la madrugada. Ventana iluminada del vecino, la que estoy ahora contemplando: ventana de alguien que se ha asomado a la Red y tiene a su disposición el mundo, el mundo dado en bloque, sin un antes y un después, tiene a su disposición todo, hasta a mí mismo, que soy un espía estéril que en cualquier momento puede aparecer en su pantalla diciendo, por ejemplo, que mañana será otro día. Y es verdad. Mañana me despertaré y ya no seré el que ha escrito un texto que nació sonámbulo en una ventana iluminada. Mañana seré otro, tal vez alguien que recuerde unos versos de Larkin: "Y de inmediato, / más que en palabras, pienso en ventanas altas: / el cristal en donde cabe el sol y, más allá, / el hondo aire azul, que nada muestra, / y no está en ninguna parte, y es interminable".
Mañana seré otro, es cierto, pero sólo seré el que volverá a tener a su disposición ese juguete rabioso que es el mundo, el que intentará de nuevo situarse en ese mundo y, para ello, desde la gran zona de angustia de la Red, volverá a escribir la primera frase sonámbula de un escrito que, de nuevo, será incapaz de abarcar un mundo que, como el hondo aire azul, no está en ninguna parte, y es interminable.
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