Desde dentro
A los nacionalistas les encanta convertir en histórico cualquiera de sus suspiros. Y lo histórico es hoy la forma mayor de la epifanía, del retorno del mito, una forma de subrayarlo. Su perceptibilidad, como siempre, suele ir acompañada del ritual. Y ya me dirán ustedes si conocen alguna organización o colectivo más aficionado a los rituales que el de los nacionalistas vascos. Autoridades, eventos y ocurrencias siempre van acompañados de gestos solemnes, flauterío y hamadríades en danza. De esa manera, cada momento queda ungido por algo que pudo ser la divinidad, que -sin duda- debe de seguir siéndolo: llámenlo Pueblo, si quieren, pero igual se equivocan si pretenden desembarazarlo del manto de las estrellas. Tanta solemnidad, he de reconocerlo, me pone un poco de los nervios, sobre todo por lo que tiene de aureola para la autoridad y por lo poco que se presta a la parodia jocosa.
También para el nuevo hecho histórico el lehendakari Ibarretxe tuvo que organizar su procesión. Antes que nada, tuvo que subrayar el carácter histórico de su iniciativa eligiendo adecuadamente la fecha del rito: una fecha reiterativa -25 de octubre de 1839, 25 de octubre de 1979-, puesto que lo histórico, cuando es la cara del mito, ha de repetirse. Siempre da capo. Y de esa forma el lehendakari asumía funciones sacerdotales, ya que así dejaba de ser el presidente de los actuales ciudadanos vascos para convertirse en el Ungido, en el Testigo de un Pueblo que incluye a los difuntos. Va de sí que tamaña ocasión no podía pasar sin su actualización ritual, y el nuevo Texto Sagrado tuvo su Traslado, su procesión. Puestos a soportar lo inevitable, uno sólo lamenta que lo hicieran en microbús. Le hubiera gustado más que el Texto hubiera sido portado a hombros de consejeros sobre un paso procesional y que, como un rey David, el lehendakari lo hubiera precedido entregado a una danza entusiasta al ritmo del pandero. Al final del trayecto lo esperaría el caballero Atutxa, "emocionado" (sic) y dando rienda suelta a sus pálpitos con unas castañuelas. La escena del encuentro hubiera sido memorable.
La cosa quedó algo sosa, pero no por ello perdió contenido. Los nacionalistas asumen y reviven la memoria de la nación, a la que sirven. No estoy muy seguro de si lo que algunos llaman naciones cívicas -para diferenciarlas de las étnicas- no están también cargadas de difuntos que las justifican más allá de la voluntad actual, pero, sean cívicos o sean étnicos, nuestros nacionalistas están convencidos de que hay algo que traspasa los tiempos, y de que su misión consiste en velar para que ese algo perdure. Todo lo hacen en función de ese algo, que es quien define las integraciones y las exclusiones. Basta con decirle que sí para ser admitido en su ámbito.
A veces tengo la impresión de que nuestra historia de los últimos veinticinco o treinta años es la de una progresiva respuesta afirmativa a ese algo. Se la dio nuestro Estatuto, y a partir de ese acto afirmativo del mito se sentaron, curiosamente, las bases para unas pautas de actuación política. Ese algo era ya de todos -a pesar de los custodios armados que se encargaban de negarlo- y esa posesión común no supuso un fortalecimiento del nacionalismo, sino justo lo contrario. Su progresiva debilidad, su pérdida de razón de ser, fue la que llevó al nacionalismo a desbordar el ámbito de lo político con una revitalización del mito, con su reapropiación en exclusiva: ese algo vuelve a ser sólo de ellos. Es ésta, creo, la historia que estamos viviendo desde el año 97, más concretamente desde Lizarra.
No sé muy bien de qué forma se puede responder a esa expropiación, ahora mismo al plan Ibarretxe. Desde luego no creo que lo correcto sea reconocerles la pertenencia en exclusiva de ese algo, es decir, renunciar a él de nuestra parte. ¿Qué quiere decir esto? En ningún caso que haya que decir que sí a la nueva figura del mito nacionalista para así entrar en su ámbito. Hay que decirle que no, pero no desde fuera, sino desde dentro de una comunidad fundada con la previa asunción de ese algo que adquirió expresión política en el Estatuto. Hay que darle una respuesta política desde dentro de la comunidad que pretende romper. Una respuesta desde fuera es justo la que los nacionalistas están esperando -y propiciando- para monopolizar ese algo, a saber, para ser los únicos vascos y recoger los sentimientos contrariados de los vascos. Hay que responderles en el nombre de Euskadi.
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