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Tribuna:CRÓNICAS DE LA CÁRCEL
Tribuna
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El 'jardín' de los presos

En su tercera carta desde la prisión de Salé, muy cerca de Rabat, el director de los semanarios 'Demain' y 'Douman', prohibidos desde mayo, narra cómo la droga circula impunemente en la cárcel.

Unos días antes de que me enviaran de nuevo a la prisión de Salé, mantuve una sorprendente conversación con Mustafá Alauí, el decano de los periodistas marroquíes, detenido conmigo en el servicio penitenciario del hospital Avicena. Alauí me contó una historia increíble y, sin embargo, significativa. Cuando una delegación de la federación de editores de periódicos marroquíes visitó al consejero real Mohamed Meziane Belfquih para abogar, con un requerimiento en mano, por mi caso y el de Alauí, el funcionario real les prometió interceder ante el soberano bajo una condición: borrar mi nombre del requerimiento, lo que se hizo... Y como lo prometido es deuda, Alauí fue puesto en libertad y yo enviado a prisión. ¡Gracias, compañeros! De vuelta a la jungla.

Lo primero que vi nada más pisar el suelo de la prisión fue a los vibradores, detenidos afectados por una especie de temblor violento y permanente que les impide caminar, moverse e incluso expresarse con normalidad. Para desplazarse, otros detenidos les sostienen. Alguien me explicó que son toxicómanos con síndrome de abstinencia.

Normalmente, uno de los enfermeros de la cárcel les procura su dosis diaria de karkubi (pastillas), pero como se han reforzado las medidas de seguridad tras la llegada masiva de los islamistas, este miembro del personal cuidador prefiere esperar a que las cosas se calmen antes de retomar su provechoso comercio. Pero ¿de dónde salen las famosas karkubis? Las proporciona gratuitamente el Estado marroquí. El truco es sencillo: el enfermero está conchabado con un médico que firma las recetas y, como la administración penitenciaria paga los medicamentos, los dos compinches piden a los enfermos una contribución por su trabajo.

Los guardias y los detenidos conocen la argucia, pero nadie habla de ello, porque todo el mundo saca algún provecho. ¿Todo el mundo? No, los auténticos enfermos, los que necesitan más cuidados, a los que la administración penitenciaria paga a regañadientes, permanecen al margen del sistema.

Un detenido muy joven, Wadie Laalaili, enfermo de cáncer de garganta que le hace sufrir terriblemente, se pasa el tiempo gritando, de la mañana a la noche. Cuando intervine en su favor, Hamid, el enfermero de turno, y Abdelkrim, un guardia célebre por su brutalidad, la tomaron conmigo. Una tarde, incluso, recibí la visita de estos dos funcionarios, que me espetaron: "Tú te crees un preso político, eso hay que arreglarlo. Vamos a esperar a que vayas al locutorio, después colocamos un kilo de hachís en tu celda y ya está hecha la jugada". Son capaces de hacerlo.

El 1 de septiembre, la dirección de la cárcel confiscó 2,5 kilos de hachís en una celda. Porque, cuando uno se pasea por esta cárcel, no es raro aspirar el olor del hachís. Un preso me explicó que, con la llegada de los barbudos, los "negocios" se han vuelto difíciles. La barrita de 100 gramos de hachís nacional vale 1.000 dirhams (unos 100 euros), mientras que hace unos meses sólo valía 200 dirhams.

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Así pues, no es sorprendente que el semanario Al Ousbou publicara recientemente una información increíble. Según esta publicación, un traficante de droga encarcelado en Salé habría regalado a la prisión decenas de sillas y mesas. No hace falta más para hacer creer a algunas almas en pena que el dinero de la droga financia... una prisión marroquí.

Otra historia de droga, pero de otro calibre: una mañana, al final del verano, la prisión se llenó de jueces, fiscales, policías y militares. Estos servidores del Estado no vinieron en una visita guiada o de inspección. Estaban todos detenidos. Tras la detención de dos capos de la droga hispano-marroquíes, Monir El Ramach y El Nene, que al parecer dieron algunos nombres tras unos interrogatorios brutales dirigidos por la Brigada Nacional de Policía Judicial, las autoridades marroquíes hicieron una auténtica redada entre sus propias filas en Tetuán. Entre los arrestados seguramente había culpables, pero también inocentes.

Por primera vez en la historia de Marruecos, la redada afectó a presidentes de tribunales de lo criminal, a fiscales, prefectos de la policía, un agente de la DST y un buen puñado de policías y militares. Había varios grupos en esta hornada: al primero, compuesto por magistrados y policías, no se le "molestó" físicamente. Al segundo grupo, el de los civiles, tampoco. Se dice que uno de estos últimos, un comerciante de muebles que presume de tener amistades en las altas esferas, estaría dispuesto a dar nombres que ningún juez de instrucción tendría el valor de consignar. El tercer grupo, el de los militares, sufrió visiblemente el martirio, es decir, la tortura. Transportado en helicóptero desde Tetuán y conducido con los ojos vendados a un lugar secreto, cerca del zoo de Temara, a las afueras de Rabat, el ayudante-jefe A. S. pasó un verdadero tormento, un tormento marroquí y moderno.

El martes 30 de septiembre, cuando me encontraba en la enfermería de la prisión, le oí quejarse de que le dolían los riñones. Le contaba a un policía detenido que había sufrido el calvario. En el lugar "secreto", tuvo derecho al método del "caliente y frío". Este siniestro método permite torturar sin dejar huellas visibles. Se ata al desgraciado a un ventilador de aire caliente, pegado a su pecho; después, en un determinado momento, se acerca otro ventilador, esta vez de aire frío, y se lo adosa a su espalda. Esta mezcla de temperaturas hace que la víctima se vuelva loca de dolor.

Y pensar que Marruecos se prepara para presentar ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en noviembre, un escrito que atestigua la inexistencia de la tortura en el reino. Sin embargo, basta con visitar la prisión de Salé, donde estoy alojado a la fuerza, a costa del Estado, para darse cuenta de que ciertas feas costumbres no han desaparecido.

En medio del edificio central hay un lugar, una especie de pequeña sala con rejas azotada por el viento, que los detenidos llaman con horror el "jardín". Un bello eufemismo para designar un lugar sin agua ni baños, donde se encadena durante días, con esposas en los pies y las manos, a los presos recalcitrantes, como en la Edad Media.

Un día, con motivo de la visita de mi abogado Jamai, decano del Colegio de Abogados y presidente del Observatorio de Prisiones, le mostré este lugar infame. Gritó: "No tienen derecho".

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