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Columna
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El dolor

El dolor es también otra fuente de energía natural, renovable y barata. Gracias a la energía del dolor las personas son vencidas o, por el contrario, actúan redobladamente contra el mal. Por la fuerza del dolor la visión adquiere caracteres que no logran las drogas ni brutales tiranías. El dolor es además superabundante y se suma en el interior de la humanidad sin desaparecer nunca.

Sólo en España hay más de 4 millones de personas que padecen dolor crónico y en Europa son decenas de millones que ven despilfarrada su pena a falta de una invención que conecte por fin el hombre a la máquina y la doliente condición humana sea energía productiva, de acuerdo con el espíritu mercantil del tiempo. En una sala de quimioterapia adonde acudíamos regularmente habían pegado un cartel que decía: "Una sonrisa vale más que toda la luz". Ciertamente. Pero también la radiación del dolor, físico y psíquico, desprende una potencia que superaría, de darle un uso apropiado, a todos las turbinas e hidrocarburos de la Tierra. Con una ventaja: mientras el carbón, la gasolina, los saltos de agua, el viento, generan kilovatios a través de algún paso violento, el dolor se transmite de polo a polo por el camino de la bondad. Ninguna acumulación de energía humana ha llegado a ser más rotunda que la convocada por el suceso del dolor compartido. Las últimas y casi únicas manifestaciones populares y masivas que se han registrado durante estos años no celebraron nada, sino que, por el contrario, desfilaban a causa del dolor de la guerra, del dolor por un atentado más o por una globalización contra las dos terceras partes del planeta.

El placer es incomparablemente más vistoso que el dolor pero posee el defecto de que se deshace entre los dedos y parece siempre de garantía humana inferior. De otra parte, el placer invita al festín individualista mientras el dolor propende a la participación. Gracias a la pronunciación del dolor nos reconocemos y gracias al dolor descubrimos esta especie única, a despecho de las distancias, las etnias, las ideas o los mil sexos. La fuerza del dolor compartido, en fin, nos iguala y nos redondea humanamente para alcanzar al menos el éxito primordial de no sucumbir a solas.

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