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Tribuna:EL DEBATE DEL 'PLAN IBARRETXE'
Tribuna
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Del escepticismo irónico

El autor se pregunta si la política de arrinconamiento del Estatuto vasco por parte de los nacionalistas democráticos no acabará volviéndose contra ellos y liberando fuerzas incontrolables.

Alberto López Basaguren

Desde los preparativos del Pacto de Estella, el Estatuto de Autonomía es objeto de las mayores descalificaciones por una parte relevante del nacionalismo democrático y se ha convertido en el fundamento sobre el que se asienta el plan Ibarretxe. Es tal la descalificación del Estatuto, que el PNV y el propio lehendakari le niegan validez como alternativa de organización política; en una muestra insuperable de prestidigitación, pretenden dejar desarmados políticamente a quienes se oponen a su plan, obligándoles a aceptar que cualquier alternativa a su propuesta debe asumir necesariamente sus fundamentos.

La hegemonía política nacionalista se construye, ya desde la República, sobre la reivindicación estatutaria, primero, y el usufructo del poder estatutario, después. Y con la descalificación del Estatuto se pretende eludir que la construcción política del País Vasco se realiza, en torno al Estatuto, sobre el ideario nacionalista. Ahora se nos dice que el nacionalismo vasco realizó grandes renuncias en la aprobación del Estatuto. Es posible. Pero, aunque así fuese, y hubiese políticos nacionalistas que persiguiesen, en el terreno de la política práctica, la realización de su ideario ideológico -lo que desdicen numerosos testimonios-, el Estatuto es, sobre todo, el resultado de la aceptación de la concepción nacionalista de la sociedad vasca por parte de los no nacionalistas y por la práctica totalidad de las fuerzas políticas españolas: la concepción nacionalista de la nacionalidad vasca (artículo 1), su concepción de la territorialidad (artículo 2), su simbología (artículo 5), su concepción de la estructura interna del país (artículos 2, 26.1 y 37), su concepción de los derechos históricos, de la foralidad y del derecho a su actualización (artículos 3, 37, 39 y disposición adicional), su concepción de la centralidad de la lengua vasca (artículo 6), la existencia de una policía propia (artículo 17) y su concepción del Concierto Económico (artículos 41 y siguientes), cuando menos. Todo ello a cambio de una cuestión tan básica como trascendental: la aceptación, aunque fuese sólo implícita, del régimen constitucional y de lo que ello significaba (artículo 1).

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Si el nacionalismo vasco ha llegado a ser lo que es y si el País Vasco ha llegado a nacionalizarse como lo ha hecho, es por efecto del Estatuto. Jamás el vascuence ha tenido el estatus jurídico de oficialidad de que goza en la actualidad, ni ha recibido una inyección tan ingente de recursos económicos y apoyos institucionales, convirtiéndose en una lengua realmente existente, con gran presencia social e institucional; jamás ha sido la lengua de enseñanza como lo es mayoritariamente en la actualidad; jamás han dispuesto las autoridades del país de una policía con la extensión y las funciones de la Ertzaintza; jamás, hasta ahora, ha dispuesto el país de un entramado institucional tan desarrollado al servicio de sus propios intereses; en fin, gracias al Concierto Económico el país dispone de recursos en una magnitud desconocida históricamente, muy superior a las demás comunidades autónomas, y con una autonomía financiera que, materialmente, es excepcional en el Derecho Comparado.

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Esto no significa negar que el sistema autonómico carezca de problemas. Por su propia naturaleza, todo sistema de distribución territorial del poder provoca tensiones e insatisfacciones. Todos los sistemas federales de nuestro entorno jurídico-cultural son un ejemplo de ello. Pero estos problemas, aun cuando en ocasiones puedan tener una gran importancia práctica, son, conceptualmente, problemas de matiz, como se pone de manifiesto al analizar el sistema autonómico actual en el marco de los dos parámetros ineludibles en cualquier análisis de estas características: nuestros antecedentes históricos y los sistemas vigentes en otros países con características asimilables a las del nuestro.

La insistencia en la paralización de las transferencias competenciales y la consiguiente acusación del incumplimiento estatutario y, sobre todo, el radicalismo y virulencia con que se hace, no resiste un análisis material. Muy pocas reclamaciones son realmente sustanciosas y, en la mayor parte de los casos, se trata de discrepancias -nada descabelladas- sobre la interpretación de disposiciones constitucionales o estatutarias delimitadoras de la competencia, o de falta de acuerdo en las condiciones de la transferencia, que han llevado al Gobierno vasco a rechazar lo que sí ha sido aceptado por otras Comunidades. El problema existe, pero la discrepancia competencial se presenta de forma tan sobredimensionada que es puramente autojustificativa. Y para ello no es necesario referirse a la afirmación que se atribuye a Juan María Ollora de que, salvo la Seguridad Social, lo demás es humo; basta analizar el contenido del desafío competencial que se contiene en la primera entrega parlamentaria del plan Ibarretxe en el debate de política general de septiembre del año pasado.

El sistema de distribución de competencias sobre la base del esquema bases-desarrollo y la capacidad de delimitación expansiva de aquéllas por parte del Estado han tenido efectos nocivos en el sistema autonómico. Igualmente, la integración comunitaria hace necesario articular formas de incidencia de las comunidades autónomas en los ámbitos de su competencia que son objeto de intervención comunitaria. Pero el planteamiento de estos problemas y de sus soluciones sólo es posible dentro del sistema. Desde el momento en que las soluciones que se proponen se salen del sistema, se hacen imposibles por sí mismas. Como dice mi buen amigo Emiliano López Atxurra, en el contexto europeo, dentro del sistema todo es posible, pero nada lo es fuera de él. Casi todo, precisaría yo.

La estrategia descalificadora de la validez del Estatuto, en la que se ha aventurado el nacionalismo democrático, va a tener -está teniendo ya- efectos muy nocivos para nuestra sociedad. Joseph Roth, el gran narrador judío que tan bien nos ha descrito el desmoronamiento del Imperio Austro-Húngaro y sus efectos, sentencia en El busto del emperador que la vieja monarquía "no murió por culpa del patetismo hueco de los revolucionarios, sino por culpa del escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo". La ruptura de aquel mundo de seguridad, que, como tan bien refleja Stefan Zweig en sus memorias, parecía indestructible, provocó una inestabilidad de efectos extremadamente dramáticos que, todavía hoy, casi ya un siglo después, no ha sido superada. Porque, como ha demostrado sobradamente la historia, es relativamente sencillo abrir la caja de Pandora, pero cerrarla, volviendo a encerrar en ella todas las calamidades, resulta una tarea titánica.

Nada más lejos de mi pretensión que comparar el País Vasco actual con el Imperio Austro-Húngaro, ni el plan Ibarretxe con el estallido de la Primera Guerra Mundial; pero no por ello la advertencia de Roth debe ser desdeñada. Tampoco en nuestro caso ha sido el patetismo de los revolucionarios -ETA y HB- ni sus crímenes los que han logrado desestabilizar nuestra sociedad. El Estado ha demostrado su capacidad para aguantar la embestida de ETA, incluso en sus años más mortíferos y en los que el sistema democrático estaba menos consolidado; y la sociedad vasca, también. La opción soberanista del nacionalismo, por el contrario, puede ser capaz de lograr lo que no ha logrado ETA. No tanto, quizás, porque pueda provocar la desestabilización del Estado y del sistema democrático, poniéndolo en peligro, cuanto porque parece capaz de romper la cohesión de la sociedad vasca.

El gran drama de la estrategia soberanista quizá sea que su triunfo sólo es posible si logra desestabilizar al Estado, en cuyo caso las consecuencias serían imprevisibles. Hoy por hoy, y aún más en el marco de la UE, esta hipótesis no parece muy probable. En todo caso, sus efectos no serían necesariamente buenos para la sociedad vasca ni para las propias pretensiones soberanistas como nuestra propia historia pone de manifiesto.

Pero los efectos del fracaso de la estrategia soberanista pueden ser igualmente dramáticos. En primer lugar, por el grave riesgo, ya presente, de provocar la desafección de la parte no nacionalista de la sociedad hacia lo que han constituido los fundamentos de la integración social en torno al Estatuto. Da la impresión de que muchos nacionalistas, como no son conscientes de la entidad real de las asunciones de los no nacionalistas, tampoco lo son de los efectos tan corrosivos que puede provocar este proceso en cuestiones fundamentales para ellos. Pero, en segundo lugar, por la gran frustración colectiva que puede provocar en el nacionalismo. No sé hasta qué punto la militancia del PNV será capaz de asumir con tranquilidad el fracaso de esta estrategia y su necesaria readecuación; hay sobrados ejemplos en su historia como para pensar que sus dirigentes puedan ser capaces de convencer a su militancia. Pero el PNV no es capaz de controlar los procesos del conjunto del nacionalismo, especialmente del radical. Ya no lo era en la transición, pero mucho menos lo es ahora, tras 40 años de progresiva autonomización del mundo abertzale.

Y la historia es generosa en mostrarnos los efectos mediatos o remotos tan nocivos que las acciones y omisiones del nacionalismo democrático provocan en una juventud nacionalista radicalizada. Si bastaba la lectura de unos panfletos para convertir en "potenciales carniceros" a aquellos "jóvenes pueblerinos" que observa Isaac Bashevis Singer en el tren que le traslada a Varsovia desde el shtetl judío, ¿de qué no serán capaces nuestros jóvenes abertzales ante la incapacidad de los gobernantes nacionalistas de llevar a buen término la estrategia soberanista, tras haberles encendido los corazones? Quien ha conocido de cerca la barbarie abertzale lo sabe sobradamente; y no es perdonable que nuestros gobernantes actúen como si lo ignorasen.

Alberto López Basaguren es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.

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