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ELECCIONES EN MADRID
Columna
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La p... calle

Es la nuestra, donde vivimos, una línea -más o menos sinuosa- en el mapa callejero madrileño. Desde las ventanas vemos aún el terco arbolado verde, que pronto se otoñizará y el viento arrancará, una a una, sus hojas. Las tormentas recientes han limpiado la atmósfera y hemos tenido los cielos entoldados, como si detrás de las dóciles nubes alguien estuviera haciendo una bienvenida limpieza general. El tiempo anda enfurecido por otras latitudes, pero Madrid parece a resguardo de gotas frías, tornados, tifones, quizás amparado por las sierras del norte, encaramado en los seiscientos y pico metros del altiplano.

Pero la ciudad parece dejada de la mano de Dios y de los ayuntamientos sucesivos, ofrecida con demasiada generosidad al uso y abuso de unos habitantes que casi nunca son los de las mismas calles. Justo es decir que los munícipes nos cuidamos de nuestro entorno y que, en horas diurnas, es raro que alguien arroje papeles o detritos en las vías urbanas. Incluso se tiene noticia de dueños de perros que recogen con guantes de plástico sus excedentes. Y que en el perímetro ciudadano no se ven, o muy raramente, aquellos chuchos sin amo que de manera tan ufana custodiaban las obras hasta que se cubrían aguas y se izaba una bandera, hoy inexistente. Ha remitido la vandálica actitud que mostraba un odio irracional hacia las papeleras públicas, rotas y esparcidas por el suelo triste de las mañanas del domingo.

De las farolas cuelgan, como frutos de una breve ventolera, las efigies de los candidatos a las elecciones del próximo domingo, emboscadas entre esas ramas aún verdes, anuncio de una azarosa e inminente cosecha. Hemos de felicitarnos del final de aquellas jornadas en que las paredes aparecían decoradas con los carteles electorales tan afanosa y torpemente fijados por los líderes contendientes, con una mirada algo boba dirigida a las cámaras fotográficas. Los amplios espacios que brinda la publicidad exterior, las vallas expresamente destinadas a esos y otros fines nos libran de las capas de papel y engrudo que sobrevivían durante meses a los últimos comicios.

Algo entristece la vida de los vecinos, y es el abuso que se hace de las calles, que ya no son nuestras, expropiadas por intereses ajenos, camino de ninguna parte en ocasiones. Una tarea para quienes van a regir el ritmo de la Comunidad, encaramados a la chepa de la alcaldía. No hemos advertido en ningún programa electoral la defensa de las calles madrileñas, por las que parece un derecho común transitar, ocupar, ensuciar y cegar demasiadas veces al año. No es una cesión graciosa y cortés de los madrileños, sino una ocupación forzada, que nunca se hace con el consentimiento de sus habitantes y sí con un sinnúmero de incomodidades y perjuicios. Comprendemos las razones por las que se tienen que proteger determinados eventos, pero las anejas molestias deberían tener alguna contrapartida.

Un caso extremo supuso la estancia del Papa en su último viaje. Para garantizar la seguridad, se cerraron durante largas horas las calles adyacentes de la Castellana, en día hábil y no solamente al tráfico rodado, sino al peatonal. Sólo los que en ellas vivían pudieron acceder, a pie, a sus domicilios, con el consiguiente perjuicio de los locales de negocio que pecharon con los gastos de un día cualquiera, sin que sus clientes pudieran acercarse. Es un caso extremo y, ciertamente, el Papa no nos visita a menudo, aunque con este trashumante Pontífice cualquier cosa es posible.

El otro domingo hubo un desfile de las Fuerzas Armadas, espectáculo que agrada a muchos, pero que dislocó la circulación durante día y medio por una de las más importantes arterias de Madrid. De vez en cuando se colapsa el tránsito a causa del día de la bicicleta, más de una vez por temporada. Durante varias horas se interrumpe toda fluidez, los autobuses circulan por otras rutas y el ciudadano ha de esperar un tiempo indeterminado para cruzar a la otra acera, o buscar -si lo hay- algún paso subterráneo del metro. La cabalgata de los Reyes, las procesiones de Semana Santa, la celebración abusiva de los triunfos deportivos del Real Madrid o del Atlético ocupan espacios vitales, patean el césped, destrozan los arriates y dejan un recuerdo de inmundicias que cuesta tiempo y dinero recoger.

Son funestos acontecimientos, en sus consecuencias, a los que se unen las manifestaciones -autorizadas o no-, cuyo mayor éxito consiste en causar el máximo perjuicio al normal desarrollo de una ciudad, ya azotada por los embotellamientos cotidianos. Es poco comprensible y muy recusable que el servicio de recogida de basuras, sea municipal o particular, se produzca a cualquier hora, ralentizando el paso normal de los vehículos por vías céntricas y estrechas de una sola dirección. El reparto de mercancías tiene lugar en todo momento, aunque sea una actividad regulada de la que nadie hace caso. Madrid puede quedar, en el mundo civilizado, como la última capital donde se aparca en doble fila o en la mismísima esquina. En algunas calles privilegiadas del barrio de Salamanca han instalado artísticos maceteros de cemento para impedirlo, lo que no conturba en absoluto al automovilista que sigue abandonando su coche donde siempre.

Son las cosas que pasan en nuestras puteadas calles, y me temo que sigan así.

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