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La Cataluña simpática

Convendrán conmigo en que la elección era difícil, muy difícil; pero entre el diluvio de promesas con que nuestros políticos vienen asaeteándonos desde hace semanas -rebajas de impuestos, ayudas a la familia o a la adquisición de vivienda, subvenciones a la natalidad, pisos de alquiler a porrillo para los jóvenes, millones de euros para promover las selecciones deportivas catalanas, ni una gota de agua del Ebro para esos valencianos, murcianos y almerienses despilfarradores del precioso líquido, 300 médicos más para la asistencia primaria, complementos de pensión para los jubilados, otra ampliación del aeropuerto de Barcelona...- he acabado por concluir que la más brillante, la más imaginativa y la única que carece de repercusiones presupuestarias -lo cual constituye, sin duda, una ventaja- es la que formuló el pasado día 1 Josep Piqué, con ocasión de presentar su programa electoral en el auditorio de La Pedrera: hacer "una Cataluña simpática para el resto de España", una Cataluña que olvide "la queja, la insatisfacción, la reivindicación y el agravio".

Algunos comentaristas mordaces se apresuraron a ironizar sobre el alcance de la simpatía preconizada por el señor Piqué, y yo me quedé con la duda de si el candidato del Partido Popular a la Generalitat inspiraría sus planes de encandilamiento catalán de España en el risueño estilo de Cassen o en la adusta pose de Eugenio, en la rotundidad de Mary Santpere, la ductilidad de Sazatornil o la truculencia de Vidal-Quadras... -por citar distintos cánones de humor catalán que han cosechado gran éxito en Madrid-, o tal vez pensaba aplicar una receta original y propia. Luego -servidumbres y manías del oficio- me vino a la cabeza una pregunta: a lo largo de las últimas cuatro o cinco centurias de convivencia, ¿cuándo, bajo qué circunstancias, en qué periodos Cataluña ha resultado simpática a ojos de España, de la España oficial y dominante en cada momento? Tal vez -me dije- de los precedentes históricos pueda deducirse cuál es el secreto de esa simpatía que el ex ministro Piqué quiere abanderar.

¿Era Cataluña simpática para los círculos de la corte y el poder en la España del siglo XVII? Basta leer los escritos políticos y hasta los literarios de Francisco de Quevedo ("son los catalanes el ladrón de tres manos...") para constatar que no, en absoluto. Tampoco lo fue en el XVIII, que se abría con el ominoso "habiendo pacificado por mis armas el principado de Cataluña..." de Felipe V, y concluyó en medio del recelo gubernamental ante las más inocentes expresiones de la identidad catalana (el uso de la lengua autóctona en el teatro, por ejemplo). Naturalmente, el estado de insurrección política o social semipermanente que Cataluña conoce a lo largo del siglo XIX contribuye poco a mejorar su imagen ante el Madrid institucional y la opinión pública que éste modela; así lo refleja el célebre alegato del general Joan Prim en las Cortes de 1851: "Los catalanes, ¿son o no son españoles? ¿Son nuestros colonos, o son nuestros esclavos? Sepamos lo que son; dad el lenitivo o la muerte, pero que cese la agonía". En cuanto al primer tercio del siglo XX, un político tan curtido como el conde de Romanones admite en sus memorias que, si todas las provincias hubiesen dado al Ejecutivo central tantos quebraderos de cabeza como Barcelona, España habría resultado ingobernable.

¿Entonces? Puesto que, según Piqué, la proyección española de lo catalán desde la transición acá ha estado presidida también por esas reclamaciones y esas quejas que nos hacen resultar antipáticos, ¿cabe deducir que la "Cataluña simpática para el resto de España" no ha existido nunca? Bien al contrario, la hubo, y duró -al menos, formalmente- casi cuatro décadas. Durante todo ese tiempo el discurso oficial, que solía comenzar con un entrañable "catalanes y españoles todos", no se cansó de ensalzar "esta tierra bendita de Cataluña", "factor tan importante de nuestra grandeza", "una de las regiones más activas de la gran España". Tampoco se escatimaban los elogios al "civismo y laboriosidad de sus hijos", "los productores y empresarios catalanes"; y había lugar para arrebatos líricos sobre "los campos rientes al sol y las fábricas trabajando, con sus ruidos y su ritmo acompasado", así como una condescendiente tolerancia ante "el amor por nuestras patrias chicas, por nuestras tradiciones, por nuestras Virgencitas...". En tales años éramos, pues, simpatiquísimos.

A lo largo de esa época de estrecha y cordial comunión catalano-española, la historia de Cataluña se explicaba de forma afable e integradora para con el resto de España, no al modo actual, hosco y ensimismado. Por ejemplo, los héroes del Bruch -con ch, por supuesto- marchaban hacia la gloria amorosamente cogidos de la mano con los "del Dos de Mayo de Madrid, los garrochistas de Bailén, los heroicos defensores de Zaragoza...", y las gestas de los almogávares de Roger de Lauria -nada de Llúria- contra infieles y cismáticos eran un precedente de las de la División Azul contra el comunismo. He ahí la Cataluña simpática.

Sí, el hecho de que tales efusiones se diesen bajo la dictadura franquista, y de que todas las citas y metáforas de los dos últimos párrafos procedan del verbo del propio Caudillo podría constituir un inconveniente para los objetivos simpatiquistas de Josep Piqué. Pero el presidente del PP catalán ha demostrado ya que su estómago es capaz de digerir todas las contradicciones políticas, y que su ministerial cabeza no vacilaba a la hora de asentir a las subvenciones para la Fundación Francisco Franco o para los veteranos de la... División Azul. De modo que ¡fuera escrúpulos, y a votar por la Cataluña simpática! Simpática, esto es, sumisa, provincial, dócil, inerme, entregada... y contenta.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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