Firma manuscrita, firma digital
Para determinar correctamente los efectos de la novedosa firma electrónica hay que aparcar voluntarismos, intereses y prejuicios, pues como ya advirtió Shopenhauer nada se opone tanto al hallazgo de la verdad como las ideas preconcebidas, lo que parece ocurrir a los que quieren convertir en público el documento suscrito con firma digital reconocida.
Los electrónicos no son una clase especial de documentos, sino documentos plasmados en un soporte especial. La deslumbrante técnica digital es un mero instrumento que se limita a aportar al mundo contractual algo que, aunque espléndido, es un simple soporte formal de los contratos, como el papel o la grabación fonográfica de un contrato verbal, que afecta sólo al modo de manifestarse al exterior el documento y el negocio, no a su naturaleza ni efectos.
El soporte informático supera a todos por la facilidad de manejo, capacidad de almacenaje y asombrosa transmisibilidad, lo que le augura un futuro arrollador. Pero también muestra carencias fruto de su inmaterialidad, especialmente su facilidad para sufrir alteraciones sin dejar rastro, lo que le hace tremendamente vulnerable a los desaprensivos. No hay duda de que parte de sus carencias quedan superadas con el documento electrónico codificado con clave personalizada a la que impropiamente se llama firma digital, pero por ahora no llega al nivel de la manuscrita.
Porque la firma manuscrita, como aclara Rodríguez Adrados, esencialmente declara que el firmante ha asumido y se responsabiliza del contenido de lo firmado, y si luego niega esa firma queda una grave huella delatora. La firma digital, en cambio, sólo indica que el texto del mensaje está bloqueado y procede del entorno del titular de la clave. Y, sin hablar ahora de esos hackers capaces de entrar en los secretos mejor guardados del Pentágono y de descifrar las tarjetas mejor codificadas, hay que aceptar que para que la firma digital tuviera igual valor declarativo habría que demostrar que fue su titular quien activó la clave, cosa hoy imposible, por lo que si el declarante después lo niega, como las declaraciones de voluntad no pueden presumirse, queda en el aire la existencia misma de ese negocio y de todos los que de él traigan causa.
Pero este documento encriptado es ya usual en el mercado globalizado y despierta en la comunidad internacional expectativas como para merecer la consideración del Derecho, aunque por lo dicho haya que actuar con cautela. Los titulares habrán de concienciarse de que la simple activación de este resorte pone en marcha una presunción de que, como en la firma manuscrita, el titular de la clave ha asumido y se ha responsabilizado del texto encriptado. Grave presunción que, si en la firma manuscrita puede ser destruída con un simple análisis grafológico, en este caso sólo lo será mediante la prueba diabólica de un hecho negativo, lo que supone inmolar en aras de la seguridad del tráfico, y cubriéndolo con la teoría de la apariencia, de la responsabilidad objetiva o cualquier otra, principios esenciales del derecho como que nadie queda vinculado por declaraciones que no ha hecho. Y no menos trascendente será la interpretación que habrá que dar a las autorizaciones para el uso de la clave dadas por el titular a las personas de su entorno y luego negadas ante el juez, que obligarán al Derecho, de nuevo en aras del tráfico, a sostener otra presunción reforzada.
Pero pese a todo, el Derecho tiene obligación de reconocerla. Y la Administración pública, ya lo ha dicho, debe generalizar esta vía para notificaciones y remisión de documentos. Actúan por ello sabiamente la Ley de 1995 y el proyecto de ley de firma digital cuando reconocen a los documentos con esa firma, los efectos del documento con firma manuscrita, efectos que no son moco de pavo y que el propio legislador, superando al Código civil, acaba de incrementar en la nueva ley rituaria atribuyéndoles, si no son impugnados, prueba plena, eficaz como la que más, de su autenticidad y autoría. Pero no puede ir más allá sin distorsionar.
Otra cosa son los documentos públicos cuya autoría es confiada por el Estado a sus funcionarios, que los redactan y autorizan en procesos legales de garantía quedando investidos por el Estado de una de sus prerrogativas, la fehaciencia, y con ella de las presunciones de legalidad y autenticidad, que no se basa en el soporte ni siquiera en la firma, sino en la fe pública delegada. Ésos y sólo ésos son los documentos públicos. Una sentencia lo es porque emana de un órgano jurisdiccional en proceso legal aunque sea verbal, sea cual sea el soporte o la firma. Y lo mismo pasa con la escritura pública o con una certificación oficial, que podrán estar autorizadas con firma manuscrita o digital, pero que en todo caso mantienen su carácter público en razón a estar redactados y autorizados en un procedimiento legal de garantías que justifica la autenticidad atribuida.
Así es en nuestras leyes y en las de los países de nuestro entorno aun después de haber refrendado la firma digital. Son documentos públicos, dicen nuestro Código Civil y la reciente Ley de Enjuiciamiento, los autorizados por "funcionario público competente", y al igual en Francia "actes autentiques sont ceux qui ont eté reçus par officiers publiques", y lo mismo en Italia "l'atto pubblico e il documento redatto da un notaio o da altro pubblico ofíciale.Es decir son documentos en los que está implicado el Estado a través de sus funcionarios con objeto de crear un sistema de seguridad público, no vulnerable fácilmente y concorde con nuestra constitución.
Por eso nunca pueden equipararse documento público y electrónico. Son conceptos que juegan en planos diferentes. Los documentos son en papel o cibernéticos según su soporte. Y son públicos o privados según su autor y naturaleza. El soporte electrónico podrá recibir un documento privado o público, pero no transformar en público lo que no lo es. Y los funcionarios competentes podrán suscribir con firma electrónica certificaciones, escrituras y sentencias. Pero un particular, aunque dotado de firma electrónica reconocida, no podrá expedir una certificación, aunque se limite a reproducir el contenido de un Registro publico.
El documento electrónico, pues, no es ni público ni privado, es sólo un soporte. Si lo que recibe es un acto público, público será el documento; en otro caso será documento privado aunque siga siendo electrónico. Y lo mismo con la firma. Ni la manuscrita ni la electrónica reconocida tienen virtualidad para transformar la naturaleza de un documento. La estampada por funcionario público competente, sea manuscrita o digital, refrenda un documento público. Las demás, manuscritas o avanzadas o reconocidas, sólo refrendan un documento privado aunque sea electrónico.
José Aristónico García es notario.
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