La arquitectura
Quienes concurren a los comicios del 26 de octubre para elegir la Asamblea regional han de saber que uno de los grandes pecados de la arquitectura es la vanidad. Muchos de los que han vivido la experiencia de construirse una casa darían fe de lo estupendo que puede ponerse un arquitecto cuando diseña el proyecto y de las chorradas que hay que aguantarle. Sería tremendamente injusto generalizar, pero una buena parte de ese colectivo tiende a despreciar las indicaciones del cliente en favor de unas supuestas genialidades que convierten al que financia la obra en conejillo de Indias de sus ocurrencias.
Si esto pasa a veces con un niñato recién salido de la facultad o con cualquier profesional del montón, imagínense lo que puede llegar a ser con esos grandes santones de la arquitectura cuyos designios nadie contraviene por miedo a quedar como un ignorante.
El caso paradigmático de este último grupo es Rafael Moneo, algunas de cuyas obras personalmente admiro hasta el extremo de considerarlas como auténticas joyas de la arquitectura contemporánea. Por ser más concreto, el Museo Romano de Mérida me resulta sencillamente apoteósico y tengo parecida opinión del extraordinario tratamiento que le dio a nuestra estación de Atocha.
Ahora bien, esos y otros muchos aciertos no constituyen garantía alguna de infalibilidad y, cuando los errores son de bulto, ni el renombre ni el prestigio deben nublar el sentido común de los políticos que son quienes toman las decisiones que afectan a nuestro paisaje urbano.
Les cuento esto porque estoy francamente preocupado con las obras de ampliación del Museo del Prado. La maqueta que mostró con aquel cubo de aspecto industrial endosado junto a la iglesia de los Jerónimos ya nos puso en su día los pelos de punta, aunque siempre te queda la duda de si el "genio" ve cosas que los simples mortales todavía no vemos.
Esa duda se ha esfumado a la vista del monstruo que ha crecido en el corazón de Ávila, ciudad Patrimonio de la Humanidad. Allí Rafael Moneo está levantando en pleno casco histórico un edificio moderno de siete plantas que, según las encuestas, nueve de cada diez abulenses considera un espanto.
Se trata de un mazacote, según la terminología popular, destinado a viviendas de lujo que sobresale en un espacio urbano antes dominado por una iglesia románica y la monumental muralla medieval.
Según me cuentan, el jurado, en el que estaban representadas las distintas fuerzas políticas, decidió en su momento pronunciarse a favor de Rafael Moneo deslumbrado por el prestigio del arquitecto navarro, no por el proyecto. Allí nadie se atrevió a discutir lo que a todas luces era un desastre para la ciudad y ahora hasta la Unesco está de uñas y ha pedido que se reconsidere para adaptarlo al conjunto histórico-artístico.
Lo sucedido en la ciudad de Ávila no difiere demasiado de lo acontecido en Madrid con la ampliación del Museo del Prado. Aquí dejaron desierto el concurso, al que se presentaron proyectos verdaderamente brillantes, para terminar haciendo un paripé y adjudicárselo al cubo de Moneo que, salvo al propio autor, todavía no he oído a nadie que le entusiasme.
A diferencia del pintor, el literato o el músico, la obra del arquitecto cuanta más trascendencia tenga ha de ser más discutida a priori. Si una composición musical o un cuadro resultan detestables nadie, salvo el padre de la criatura, está obligado a sufrir las consecuencias; en cambio, un edificio horrible o incómodo lo padecerá mucha gente y durante muchos años.
La arquitectura, al menos la arquitectura pública, ha de estar, por encima de todo, al servicio de la sociedad. Los mismos poderes públicos que han propiciado la discutible obra del Museo del Prado consintieron en su momento el derribo de aquella Pagoda de Miguel Fisac que nadie discutía.
Fisac, que esta semana ha sido galardonado con el Premio Nacional de Arquitectura, exhibe a sus noventa años una lucidez realmente extraordinaria. Él dice que la arquitectura y el urbanismo constituyen la expresión de una sociedad y que basta con mirar alrededor para darse cuenta del desastre.
"La ciudad", asegura Fisac, "nos expulsa a todos, porque en vez de ser un lugar para vivir, es un lugar para malvivir". El diagnóstico resulta tan duro como acertado. No parece probable que vayamos a mejorar un espacio urbano si cualquier transformación viene condicionada por la voracidad especulativa o la soberbia de quienes anteponen su propia vanidad a la sensibilidad y el interés general.
Los políticos de Madrid han de afrontar esa circunstancia teniendo muy claro que la arquitectura debe servir al hombre, no utilizarle. Quizá para demostrarlo, el Colegio de Arquitectos de Madrid, dentro de la Semana de la Arquitectura, que abrió una veintena de edificios singulares al público y condecoró a sus mejores exponentes, ha celebrado esta semana una especie de homenaje a la humilde y sencilla, pero magnífica, Casa de las Flores, esa manzana de Argüelles glosada por Neruda y García Lorca. Fue pensada para que sus moradores dispusieran de un modelo de residencia de barrio basado en el jardín abierto como elemento natural de diálogo y relación.
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