¿Qué quiere Hamás?
Para muchos israelíes, y más aún en la estela del atroz atentado de Haifa, el interrogante del título tendría una sola respuesta: Hamás persigue la destrucción del Estado sionista. Pero sea o no ése el desiderátum del terror palestino, hay que tener en cuenta la táctica, o fines funcionales de lo cotidiano. Y sobre eso también cabe preguntarse, porque, de otro lado, lo que quiere Ariel Sharon ofrece cada día menos dudas.
¿Quiere Hamás acabar con Arafat? Con arreglo a todas las fuentes, no, y, sin embargo, cada atentado que se sigue al anuncio del Gobierno israelí de que el presidente palestino ha sido ya condenado a deportación territorial o desaparición terrenal es un clavo más en su ataúd, sea éste meramente político o de carácter finalmente inapelable.
Hamás no puede querer ningún mal absoluto para el rais, primero porque le reconoce como líder del pueblo palestino; y segundo, porque su sucesión nunca se haría a gusto del movimiento terrorista. Si Yasir Arafat le provoca a Hamás profunda desconfianza, ante los delfines aparentes de éste, Mahmud Abas y Ahmed Qurei, siente aún mayor preocupación, porque teme que se arrojen en brazos de Washington y, al menos, sabe que eso no puede ocurrir con Arafat, puesto que Estados Unidos ya no abre los brazos para su persona.
A Hamás le falta resuello. La tregua que convocó hace unas semanas era auténtica, porque la necesitaba para reorganizar líneas, y si no ha renunciado a masacrar civiles, ello sólo ha sido, desde su punto de vista, porque Israel no puso en libertad a un número suficiente de presos palestinos, como exigía en contrapartida, y, sobre todo, porque el enemigo sionista sigue practicando el llamado asesinato selectivo, que, bien pensado, no debe serlo tanto, puesto que en la selección suele entrar un elevado número de niños y transeúntes varios.
La explicación, quizá, es la de que no hay explicación. Hamás sabe que no va a echar a Israel a bombazos de los territorios; y tampoco ignora el daño que hacen a la imagen de la resistencia palestina unos atentados en los que sólo busca destruir carne, de la edad, condición y sexo que sea. Ese vértigo de muerte es todo lo que le queda. Efectivamente, el suyo es un terrorismo suicida; el del propio movimiento.
Pero Hamás encuentra, si no una justificación porque el asesinato de inocentes nunca será justificable, sí una imagen contraria y reflectante en la actitud del propio Gobierno de Israel. Si Sharon hubiera querido dar a la tregua oportunidad de consolidarse, habría interrumpido la caza de terroristas en la desmedrada calle palestina, que, si entonces Hamás o Yihad Islámica vulneraban su propio el cese el fuego, tiempo de reaccionar habría habido. Pero no ha sido así, porque cada vez que el terrorismo actúa, Sharon se carga de razón ante Washington, que extiende su manto comprensivo, condonando tácita o expresamente todo tipo de represalias militares.
El primer ministro israelí habla mucho más claro que sus predecesores. Cuando dice que golpeará al enemigo donde quiera y cuando quiera -como acaba de hacer contra anónimos campamentos palestinos en Siria-, quiere decir que no sólo no tiene ningún miedo de extender el conflicto, sino que, probablemente, ésa le parece la mejor ocasión de llevar a término sus designios políticos, que todo parece indicar que consisten en completar el trabajo comenzado en 1982 al invadir el Líbano: la destrucción del movimiento palestino; y, con ello, de una u otra forma, la de Yasir Arafat.
Una autoridad autonómica arruinada; sin territorio bajo su control; incapaz de operar contra el terrorismo, bien por falta de los medios que Israel le niega con su guerra incesante, o sin voluntad de ello, porque, a cambio de cualquier intento de cooperación con el Gobierno de Jerusalén, no puede mostrar ni la más mínima concesión, territorial o institucional, puede ser, según el punto de vista israelí, el Gobierno ideal que acepte cualquier cosa, cualquier trozo mal avenido y agujereado como un gruyère de Cisjordania y Gaza. Y, ante esa política abrasadora de Israel, Hamás hace la clase de juego que le sirve perfectamente al enemigo. La historia fabrica, en ocasiones, extrañas convergencias de adversarios.
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