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Columna
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Aznar, el temido

En España la pregunta más repetida desde hace un año es por qué el presidente del Gobierno, José María Aznar, ha emprendido tan decidida y sorprendente senda en el alineamiento internacional del país sin reparar en la airada respuesta de la opinión pública, ni en la indignación de la calle, ni en la ruptura del consenso con las restantes fuerzas políticas parlamentarias, ni en la fractura cívica resultante. Es esa misma pregunta la que se hacen también con insistencia y perplejidad los medios periodísticos y políticos de otros países en Europa, en América Latina y en el mundo árabe. Otra cuestión que todos se plantean se refiere a los antecedentes que mejor encajan con el talante, los modos y la mentalidad política autoritaria del líder del Partido Popular, que habrían permanecido subyacentes durante los cuatro años de la primera legislatura de José María Aznar cuando hubo de gobernar en minoría pero aflorados a partir de la victoria electoral de 2000 con mayoría parlamentaria. Su exhibición es cada vez más rotunda, más "sin complejos" como gusta decir, mientras entra en fase lunar de cuarto menguante y se aproxima inexorable su fecha de caducidad fijada para marzo.

Da la impresión de que el presidente del Gobierno ha hecho una interpretación de la mayoría parlamentaria en clave de orgullosa altivez, una senda que le ha conducido a la soledad y a la incomunicación como si ninguno de sus compatriotas, del Rey abajo, mereciera ser escuchado ni tenido en cuenta. Entre tanto, George W. Bush ha pasado a ser la única referencia. Cuando avanzan los preparativos que conmemorarán los 25 años de la Constitución de 1978 todo sucede como si al presidente Aznar le molestara que se tributara reconocimiento alguno al proceso de transición cumplido en España tras la muerte de Franco. Un proceso que logró, tras 40 años de victoria militar impuesta por unos españoles a otros, propiciar la reconciliación y la concordia, instaurar la paz, recuperar las libertades públicas y las instituciones democráticas, permitir la alternancia política en el Gobierno, incorporar el país a la Unión Europea, impulsar la prosperidad, generalizar los sistemas públicos de sanidad, educación y pensiones, acabar con las amenazas golpistas, consolidar la estructura territorial del Estado y unir a todas las fuerzas democráticas en la lucha contra el terrorismo.

El aznarismo pretende reescribir la historia, apropiarse de las aportaciones del primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez, y negar cualquier contribución de los gobiernos socialistas de Felipe González. El aznarismo sostiene su empeño por reducir la gestión socialista a "paro, despilfarro y corrupción" y pretende desandar también los caminos de sus predecesores del PSOE en los distintos ámbitos internacionales como parte adicional de su proclamada "segunda" transición. El dispositivo en marcha para los meses que restan hasta las elecciones generales nos va a deparar espectáculos como los de apropiarse del Museo del Prado, que dejará de ser una fundación de Fernando VII para convertirse en una creación ex novo del aznarismo, igual que el museo Reina Sofía, o la sede de la Embajada en Berlín, reinaugurados a la mayor gloria del saliente.

En el área internacional, como acabamos de ver este fin de semana en Berlín y en Roma, el buen entendimiento con Francia y Alemania ha sido sustituido por el intento de un nuevo eje con Varsovia, después de que el Reino Unido e Italia hayan optado por la ingratitud pronunciándose a favor del proyecto de Constitución para Europa adoptado por la Convención. Aznar, al fijar su retirada se aproxima a un peligroso estado de ingravidez sin más punto focal en su órbita que la estima de los neoconservadores de Bush. Extravagantes delirios de grandeza los de Aznar bajo los cuales la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, declaró que "la posición internacional es la más relevante que ha conocido España desde hace tres siglos y que sólo se ve amenazada desde dentro", es decir, por los malos españoles, los rojos separatistas de la Antiespaña, incorporados así al eje del mal. Vale, pero si el precio de todo este aventurado protagonismo aznarista es la discordia civil interna, quedaremos inhabilitados para desempeñar cualquier papel internacional por mucho que Aznar se haya convencido de que ahora en Europa le temen.

La ministra de Exteriores, Ana Palacio.
La ministra de Exteriores, Ana Palacio.ASSOCIATED PRESS
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