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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

A por la Constitución

La Unión Europea ha entrado en la fase definitiva de elaboración de su Constitución con el solemne arranque en Roma de la Conferencia Intergubernamental. Pese a que la Convención ha hecho durante 18 meses algo más que desbrozar el camino a los Gobiernos -ha llegado a un texto completo con pasos importantes, como la declaración de derechos fundamentales, la personalidad jurídica de la Unión o la posibilidad de integraciones diferenciadas-, los líderes europeos expresaron ayer sus divergencias a propósito de un texto que debe gobernar las vidas de 550 millones de ciudadanos. Sería una sorpresa que hubiera un acuerdo final antes de primavera, a tiempo para las elecciones al Parlamento Europeo.

El texto ha llegado a un compromiso entre miembros históricos y aspirantes, federalistas y antifederalistas, países grandes y pequeños. Pero es manifiestamente mejorable en lo que a la reforma de las instituciones se refiere. La gran batalla se dará en torno a los cambios en el funcionamiento de la Comisión y el Consejo. La multiplicación en el borrador de nuevas figuras no parece conducir a una Unión Europea mejor gobernada, sino más opaca de lo que ya es para muchos. La actual rotación semestral en la presidencia del Consejo no resulta viable en una Unión de 25 o 28 países, pero un presidente permanente flanqueado por un ministro europeo de Asuntos Exteriores que a la vez tendría un pie en una Comisión devaluada no es la mejor solución a los problemas de gobernabilidad de la UE. Este montaje es fruto de un pacto franco-alemán -el borrador refuerza el papel de Berlín- que ha fusionado propuestas diversas.

Tan importante como lo que hay que corregir es lo que no debería tocarse. En este punto no parece aconsejable incrementar desde 15, como se prevé en el texto, a 25 el número de comisarios, deseo de algunos países medianos y pequeños. Una Comisión de 25 o 30 miembros es excesiva y apoya la idea de que sus titulares representan intereses nacionales más que los de la Unión.

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El mayor peligro para la Conferencia es que se convierta en una amarga batalla entre grandes y pequeños que aspiran a mantener su influencia en una Europa ampliada. Prácticamente por la puerta trasera, Giscard d'Estaing introdujo en el texto final un cambio del sistema de votación en el Consejo -la mayoría cualificada se alcanzaría con la mitad de los Estados que representen un 60% de las poblaciones-, pactada por Francia y Alemania, pero que socava la posición de España o de Polonia, duramente peleada cuando se negoció el Tratado de Niza que acaba de entra en vigor. Varsovia y Madrid, dos medianos, han remachado que rechazan abiertamente este cambio.

Ésta va a ser la batalla principal de Aznar. Ayer en Roma, como antes en Madrid y en Berlín, el jefe de Gobierno saliente ha dejado varias vías de escape. El primer ministro español, por situarse en el eje periférico atlántico, se ha ido separando del centro del poder regional de la UE representado por Francia y Alemania, dispuestas además a pactar con Londres para construir la Europa de la Defensa. No habrá veto, pero Aznar cumplirá con su obligación si pelea con éxito por preservar el peso de España en la UE, aunque el precio a pagar no debiera ser en ningún caso sembrar entre los españoles la semilla de la impopularidad respecto a la nueva Constitución Europea.

La Constitución habrá de superar muchos escollos antes de su ratificación por los 15 miembros actuales más los 10 que llegarán en mayo. Pero ya que debe ser aprobada por unanimidad, lo probable es que en el proceso que ahora comienza cada uno de los países encuentre un acomodo que satisfaga sus aspiraciones básicas. Se supone que hará a Europa más eficaz, democrática y transparente. Su texto reemplazará a miles de páginas de los tratados existentes. El desafío real es conseguir un documento comprensible, que signifique algo para los europeos corrientes. Más tarde habrá que vender la nueva Europa a sus ciudadanos, que en referendos o votos parlamentarios deberán dar su visto bueno. Y esta tarea, la de persuadir a los votantes, puede resultar más dura de lo que algunos prevén.

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