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Columna
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Oráculo Camps

Viaja el cronista de vuelta de la Villa y Corte al País, en uno de esos trenes de las Grandes Líneas, y no hace más que iniciar el almuerzo con una ensalada griega de champiñones, mozarella y pepino, cuando se entera por el periódico de que los valencianos estamos gordos, pasamos de la verdura cruda y le pegamos lo suyo a las carnes rojas, ¿en dónde quedan las constantes apelaciones al Mediterráneo, a su dieta y a sus héroes? El cronista se abalanza sobre el pepino, mientras evoca la silueta apolínea de Zaplana y la ascética de Camps, y también, qué remedio, aquel texto de antropología nacionalsindicalista, redactado para ofrendar nuevos e imperiales tipos a España. Alguien, con mando en plaza, repartirá mandobles con la encuesta y acusará de glotonería y obesidad a una izquierda de fondeadero, incapaz de navegar Ebro abajo: si no hay riego, no hay agricultura; y si no hay agricultura, quedan los chuletones y los tocinos, para que el adversario se cebe, como ganado destinado al burladero de la oposición. Ay, Maragall, cómo caíste en el artificio del PP: cambiaste razones y dialéctica, por la perversa esgrima de la extrapolación abrupta y adulterada, sólo para ensartar votos. Que no cuentan las prioridades de las mayorías, sino las miserias del poder. El PHN, con todas sus soluciones posibles, de una propuesta para el debate general, de un propósito participativo para solventar problemas acuciantes, se ha quedado en pliego de programa y en arma de descalificaciones e insultos. Qué disparate. El cronista que ha dado cuenta del pepino crudo, confía en que los socialistas muden indignación por lucidez, y aderezos por proyecto serio y viable. Y que Maragall no se deje conducir, cegado por la venda electoral, a la ciénaga de los conservadores: ahí, lleva las de perder, si no sufragios, sí principios y sano juicio. De momento, ha dado un solo de insolidaridad absolutamente improcedente.

El cronista asalta, sin contemplaciones, una suprema de merluza con salsa de jengibre, cuando suena el móvil, y una voz amiga le avisa: Camps se valencianiza al raso, en un acto insuficiente, pero plausible; y la voz sigue contándole el portento: se ha visto al conseller de Educación, Esteban González Pons, con la pinta de un Moisés pulcramente rasurado, y con las tablas de la ley o de las recomendaciones para el uso del valenciano en la Administración, exhibiéndolas, como un político-sandwich, por los pasillos del Palau y de las Cortes. El cronista se figura el pastel, mientras da buena cuenta de la suprema de merluza, de la salsa de jengibre y de la guarnición de tirabeques y zanahoria parisina, todo sea por la línea. Que el alcalde de Alicante, Díaz Alperi, dice que ya está mayor para aprender valenciano, escucha tras unos instantes sin cobertura, y que Font de Mora, le ha dado un parabólico tirón de orejas. El PPCV puede ser un mare mágnum: los núcleos pétreos del zaplanismo jugando a muerta y palmo con los núcleos de la progresía campista. Qué espectáculo. Y el cronista hace memoria de aquel peluche que tanto recuerda a Julio de España, president de las Cortes, con perdón, que cuando le oprimías el ombligo decía tonterías "en cristiano". Para decirlas en valenciano, no merece la pena ni que lo intente: suenan lo mismo.

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