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¿Por qué las elecciones no están decididas?

Josep Ramoneda

Toda elección tiene sorpresa, pero el comportamiento del electorado catalán ha sido tan estable que casi siempre se ha llegado a la hora de votar con la sensación de que la suerte estaba echada de antemano. Con tal regularidad los socialistas han ganado ampliamente todas las elecciones legislativas, y los nacionalistas, después de dar la sorpresa en las primeras, todas las autonómicas, que es una novedad en Cataluña hablar de elecciones abiertas. Lo fueron las autonómicas de 1999, aunque al final la alquimia electoral que convierte los votos en escaños inclinó las cosas del lado de siempre. Y lo son las del próximo 16 de noviembre, con el factor añadido de que el número de actores principales -es decir, con posibilidad real de gobernar- se ha elevado a cinco.

La retirada de Pujol -clave que ha protegido de cualquier riesgo de desplome la bóveda del edificio Convergència i Unió-, el desgaste de 23 años de gobierno del mismo color y el aburrimiento de ver siempre a la misma gente repitiendo las mismas cosas (Pujol se vanagloriaba en una conferencia reciente en Madrid de pertenecer al único partido que no ha cambiado un ápice sus planteamientos desde que empezó: para mí más bien es un demérito, pero para el electorado parece que no) hicieron que algunos pensaran que la necesidad de cambiar de página se impondría y que a estas alturas de la carrera las elecciones ya estarían decididas a favor de la actual oposición. Salvo en regímenes montados sobre un gran control social, como los de posguerra en Italia o en Alemania, es muy raro que un mismo partido conserve el poder más de 20 años en un sistema democrático. Podía parecer, por tanto, que se habían rebasado ya de largo los límites de lo razonable.

Y sin embargo, a estas alturas, la opinión de la mayoría de los comentaristas y las encuestas más solventes confirman que todo está muy abierto, que en este momento los socialistas tienen una ventaja de en torno a dos puntos sobre CiU que podría ser insuficiente para convertirles en la primera fuerza en escaños.

¿Qué está pasando? Nada demasiado extraño. Pasqual Maragall ha actuado durante los cuatro años de esta legislatura a partir de una doble hipótesis: que su victoria en votos de 1999 era el primer paso hacia la victoria en escaños y que se produciría cierta explosión del espacio electoral de CiU, con trasvase significativo de votos a Esquerra, al propio PSC, al PP y a la abstención. De momento, esta explosión no se ha producido y las fugas de votos de CiU son menos importantes de lo que se podía esperar. CiU lleva tiempo centrando sus esfuerzos en un solo objetivo: hacer el pleno de los votos propios. Y por lo menos está consiguiendo evitar la sangría. Con lo cual podemos sospechar fundadamente que CiU tiene un techo de votos, aun en su peor momento, muy alto.

En un electorado conservador -en el sentido de que tiene comportamientos electorales bastante repetitivos- es difícil detectar la pulsión de cambio. Pero da la impresión de que hay ciertas ganas de cambio, pero no una dinámica de cambio, que es lo que diferenciaría las próximas elecciones catalanas de las españolas de 1982 y de 1996, en las que se dio la alternancia. En 1982 había pocas dudas, sólo los fantasmas del pasado podían invitar a la prudencia en el pronóstico, porque estaba claro que el partido gobernante había entrado en explosión y que la voluntad de cambio era imparable. En 1996 ocurría algo parecido. Y si al final el resultado fue más corto de lo que parecía deducirse de la dinámica subyacente, hay que atribuirlo a la personalidad de Felipe González, que hizo en solitario, es decir, con escasa ayuda del partido como ha contado él mismo, una campaña excepcional, y a la escasa confianza que la derecha generaba en las clases populares.

En Cataluña no se aprecia en estos momentos una dinámica parecida. La coalición de gobierno no está en situación catastrófica como la UCD y el PSOE en los ejemplos citados. La implantación de CiU en el territorio le permite a apelar a resortes clientelares muy fuertes. Y lo está haciendo sin ningún tapujo. El último ejemplo, Duran Lleida apelando a la amenaza que los socialistas serían para los colegios concertados, cuando todo el mundo sabe que la concertación en casos de escuelas de altas cuotas es un escándalo si se tiene en cuenta la situación real de la escuela pública y sus necesidades. Pero tocando una suma de teclas como ésta se aspira a recomponer el electorado perdido. En cualquier caso, la pregunta clave es hasta qué punto los beneficiarios del sistema clientelar convergente piensan que está empezando a ser ineficiente.

Sin una dinámica de cambio fuerte, cabe preguntarse: ¿cuál es la dosis de cambio que la sociedad necesita para darse por satisfecha? Máxime cuando los socialistas no son precisamente un partido nuevo, sino que llevan toda la transición en primer plano de la vida política catalana, con un poder municipal fuerte. ¿Es Maragall el cambio deseado precisamente porque es suficientemente conocido para saber que no se trata de ninguna ruptura? ¿O basta con Mas, es decir, con una pequeña dosis de jalea real al viejo proyecto pujolista? ¿O el cambio consiste en quitar poder a los dos grandes -ni el PSC ni CiU suben- para forzar gobiernos de coalición?

A la estrategia de Pasqual Maragall de buscar la explosión del espacio nacionalista ha respondido CiU llevando las cosas a su terreno, con el resultado de que el debate nacionalista y estatutario ha dominado la escena preelectoral. Lo cual puede ser un factor de retraimiento para la parte del electorado socialista remisa a votar en las autonómicas.

En fin, las normas electorales vigentes dificultan sensiblemente el cambio, en la medida en que la Cataluña menos poblada -de voto tradicionalmente conservador- está hiperrepresentada en perjuicio de Barcelona y su provincia. Los partidos políticos de oposición no dieron en el pasado la batalla para cambiar estas reglas del juego, sólo se quejaron cuando les impidieron ganar, consintiendo que los ciudadanos de Barcelona vivamos la humillación de que nuestro voto valga la mitad que el de los ciudadanos de cualquier otra de las tres provincias, como si viviéramos todavía en tiempos predemocráticos, en los que la tierra era más importante que las personas.

El espacio electoral nacionalista no ha explosionado. Sin embargo, es probable que el perdedor de las elecciones - sea CiU o sea el PSC- se encuentre con serias grietas en su edificio al día siguiente. Salvo que, en una operación de asistencia mutua, acaben pactando una coalición. Opción preferida por algunos poderes fácticos, pero la peor de todas desde un punto de vista democrático. Pero en este país parece que todo sea posible menos la lógica y normal alternancia.

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