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Columna
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La hora de Ibarretxe

Antonio Elorza

Hace un año, Juan José Ibarretxe planteaba ante el Parlamento vasco los fundamentos y el sentido de un proyecto de nuevo régimen para su comunidad que desde entonces ha estado dominando la escena política de modo inmediato en Euskadi e indirectamente en el conjunto de España. El lehendakari consiguió entonces un notable efecto sorpresa ante la opinión pública, a pesar de que había proporcionado con anterioridad suficientes indicios sobre lo que preparaba, y ello le otorgó una notable ventaja en la medida que todo empezó a girar en torno a sus palabras y a sus intenciones. Ante su nueva comparecencia de hoy no es fácil que logre mantener la misma iniciativa. Con razón se ha quejado de la nueva luz que una filtración ha arrojado sobre el plan concreto que pensaba poner en marcha. "No hagamos ruido", pidió. Pero el ruido se hizo, y a la hora de reunirse los parlamentarios ya se sabe perfectamente cuáles serían las implicaciones de la mutación anunciada, quiénes la apoyan o rechazan y por fin qué barreras legales le cierran toda perspectiva de hacerse realidad sin quebrar el ordenamiento constitucional vigente. Previsiblemente ello obligará a un retroceso táctico que conociendo la personalidad de Ibarretxe nunca será definitivo.

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La ventaja y el inconveniente del borrador filtrado de pacto de Euskadi con España residían en su claridad ya desde el punto de partida: la existencia de un pueblo vasco con milenios de historia, el cual desde su soberanía originaria legitima la falsa autodeterminación prevista, al punto de llegada de la derogación pura y simple del Estatuto. El documento implicaba la puesta en marcha de un proceso constituyente vasco que tendría además la cualidad mágica de forzar la reforma constitucional en España para hacerlo viable y de conseguir que Madrid lo hiciese aceptar por la UE. Hasta una eventual y previsible separación quedaba regulada desde Vitoria. Curiosamente, el proceso constituyente era fruto de un poder constituido en virtud de una legalidad que venía a negar, y no de un referéndum sobre opciones definidas que sirviera de base en caso de respuesta soberanista a su establecimiento. El potencial de ruptura tras la máscara del entendimiento y "la convivencia" resultaba evidente. Ni siquiera la traumática solución sería definitiva; sólo se ofrecía como parche para veinte o veinticinco años.

Nada tiene de extraño que al veredicto de ilegalidad se fueran sumando posiciones de rechazo. Las opiniones de los empresarios fueron claras al respecto. Por no hablar del Gobierno español y del PP: todas las ganas socialistas de buscar un entendimiento con el nacionalismo se vieron frenadas por la imposible conciliación entre el pacto de Ibarretxe y la legalidad. El proyecto de Constitución Europea dio la puntilla al consagrar como células de la Europa unida a los Estados-nación. La única ayuda exterior procedió de la radicalización inducida en la vida política catalana por el anuncio del soberanismo vasco, proyectada a su vez sobre un PSOE dispuesto por todos los medios a oponerse a un PP arrogante y agresivo. Así, las dos negativas constitucionalistas al plan Ibarretxe no se han sumado y el lehendakari puede apoyarse en las declaraciones del PSOE para afirmar que la era de los Estatutos surgidos con la Constitución de 1978 tocaba a su fin y que la reforma es una necesidad ampliamente sentida. Su horizonte sería aún más claro si el juego de los números da un Gobierno catalán Maragall-Esquerra y si más tarde el PSOE necesitara los votos del PNV para llegar al poder.

Ibarretxe habla siempre de diálogo y denuncia la rigidez de Madrid, pero el hecho es que estos doce meses se han caracterizado por un pulso permanente, desafiando una y otra vez desde Vitoria las actuaciones políticas y judiciales del Estado con el objeto principal de crear la imagen de una incompatibilidad manifiesta. Un pulso que también sirvió para proteger por todos los medios a la rama política de ETA, tratando de atraerla a su proyecto de Estado Libre Asociado. Algo en sí tan grave como la propia deriva secesionista. Deseemos que la asistencia del lehendakari al acto sobre la Constitución haya marcado el fin de esa voluntad de jugar una áspera partida cuyo desenlace no podía ser otro que el órdago al orden institucional vigente.

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