Depredadores
Conozco a un tipo que presume de tener un amplísimo plantel de enemigos, es más, está muy seguro de que el éxito se mide, no por el número de admiradores que uno genere, sino por el rastro de desprecio que va dejando a su paso. Visto así, la fama está al alcance de cualquier descerebrado compulsivo que quiera ver su nombre en la cabecera de un periódico. Quizá por eso me surgen tantas dudas cuando un individuo con pinta de recogecolillas se planta ante la poli y se presenta -aquí estoy yo- como el mismísimo asesino de la baraja. O el caso más reciente de Tony Alexander King, el estrangulador de la costa, que al primer interrogatorio policial confesó con helada elocuencia su amplio historial homicida. De las pruebas periciales depende que ambos sujetos sean la clase de psicópatas que han declarado ser, pero no me quito de la cabeza lo fácil que resulta, para un desesperado de la vida, cambiar una cadena perpetua por unas semanas de popularidad encabezando la lista de los criminales más odiados y, quién sabe, ocupando ya un puesto en la general, a escasos puntos de mister Hyde y de Jack El Destripador. Sin embargo, lo que me parece ya insufrible es la entrada en escena de esos carroñeros de no se sabe qué (¿periodismo? ¿abogacía?) que siguen la estela del depredador para sacar tajada. Lo acaba de hacer el incombustible David Rojo, colándose en la celda del confeso asesino de las jóvenes de Málaga para obtener la entrevista del siglo y manipular la voluntad de la bestia. El problema es que Rojo no es un intrépido reportero ni un letrado solvente. Empleó su acreditación de abogado para actuar como periodista sagaz, pero ni una cosa ni la otra. Cuando se publique su entrevista desde la cárcel de Alhaurín de la Torre se verán sus carencias y su romo talento. Hace tres años le escribió a su ex cuñada Ana Rosa Quintana una mala novela que llenó aviesamente de plagios. Cuando el libro alcanzó un éxito superior a su vanidad, denunció su propia mentira a través de una cómplice. Ahora vuelve al lugar del crimen porque le excita el desprecio, pero principalmente porque necesita esa fama miserable que se traduce en miles de euros y en exclusivas carroñeras.
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