El discreto encanto de la ambigüedad
Esquerra Republicana de Catalunya está en un momento de cotización alta, más que nunca en su historia reciente. Los buenos resultados de las pasadas municipales hacen bastante creíbles las predicciones de obtener los 22 o 23 escaños que le asignan las encuestas, casi el doble de sus diputados actuales. Observadores habitualmente sagaces ponen en duda tan importante avance, pero nadie duda que el aumento será considerable.
Sea como sea, la desatada euforia de los dirigentes de ERC es muy visible: por debajo de los tupidos bigotes de Carod asoma la contenida sonrisa de quien tiene el triunfo asegurado. Con esta cara de satisfacción, parece expresar su confianza en formar parte, en cualquier supuesto, del Gobierno. "Con Convergència o con los socialistas, depende de quién me haga la mejor oferta", parece cavilar un Carod con aires del Tartufo de Molière; "en definitiva, ambos me necesitarán para alcanzar la mayoría parlamentaria".
Supongo que los dirigentes de ERC consideran que en esta ambigüedad radica su discreto encanto. Sin embargo, no me extrañaría que al practicarla con tanto desenfado estuvieran cavando su propia fosa: todo ciudadano, en principio, quiere saber cómo se utilizará su voto.
Ello, además, se agudiza en momentos como el presente. Las próximas elecciones catalanas plantean, antes que nada, un dilema: continuidad o cambio. En otras palabras, Mas o Maragall. Ante esta situación, dar tu voto a un partido que no sabes cómo lo utilizará es muy poco estimulante: si estoy por el cambio, quiero que mi voto contribuya al triunfo de Maragall; si estoy por la continuidad, quiero ayudar al triunfo de Mas.
Naturalmente, hay más alternativas. No sólo se vota para formar gobierno: hay quien vota por convicciones profundas, normalmente siempre a la misma fuerza política, pase lo que pase. Sin embargo, el voto decisivo para inclinar la balanza es el de aquellos que albergan dudas y oscilan entre unos y otros, según el momento y el tipo de elección. Éste es, precisamente, el votante que provoca cambios de mayorías. Se trata de un votante pragmático, de un voto más táctico que ideológico. Es la franja de votantes que se plantearán el próximo 16 de noviembre la gran alternativa que antes formulábamos: ¿conviene cambiar o es mejor la continuidad? Ante esta disyuntiva, el voto a la enigmática ERC es un voto a ciegas: no sabes si optas por unos o por otros.
Sin embargo, aunque los dirigentes de ERC se muestren tan aparentemente ambiguos -y a estas alturas del proceso electoral, no es probable que cambien de actitud-, todo lleva a pensar que su calculada equidistancia es pura escenografía estratégica para, en el último momento, si la aritmética parlamentaria lo permite, formar un gobierno con CiU. Las razones para hacerlo son tan poderosas que difícilmente cabe escapar a las mismas.
Un indicio de esta tendencia natural de ERC lo encontramos en la historia pasada. Desde 1980, cuando CiU ha necesitado su voto en cuestiones importante, ERC nunca se lo ha negado. Podríamos repasar las innumerables veces que ello ha sucedido. Barrera, Colom y Carod se han distanciado muchas veces en lo accesorio, pero se han inclinado siempre en lo fundamental por CiU: ello ha llegado a formar parte de su propia cultura política. Esta cultura propia de ERC no nace por casualidad, sino que tiene causas profundas: el nacionalismo como terreno común. Como todos sabemos, Esquerra no es de izquierdas -¿Xavier Sala Martín sigue siendo, por cierto, su economista estrella?- y sólo accidentalmente, para aprovechar unas siglas históricas, es republicana. Sí es, en cambio, de manera absoluta, nacionalista: desde un punto de vista estético -pero sólo desde este punto de vista- más que CiU. Los partidos de Carod y de Pujol son miembros de una misma familia, con los mismos referentes y parecidos objetivos. Por más que se esfuercen Maragall e IC, los que tienen la patente del nacionalismo en Cataluña son CiU y ERC: los demás son meras copias, pálidas copias del original auténtico.
Pero además de este substrato común, de este humus que los hermana, ERC se complicaría mucho la vida si pactara con el PSC. Mucho. Tanto, por lo menos, como se le ha complicado la vida a CiU pactando con el PP. La cuestión es sencilla: un principio clásico del nacionalismo catalán es considerar a los partidos estatales como sucursalistas, es decir, como dependientes de un partido no catalán, de un partido, en definitiva, extranjero. La contraposición entre intereses de Cataluña e intereses de España está en la base de todo ello. Sólo pueden defender a Cataluña los catalanes, aunque lo hagan mal. Tan absurdo presupuesto es considerado como un dogma indudable. Desde este punto de vista, el PSC es un partido sucursalista al servicio del enemigo exterior. ¿Cómo pueden admitir los militantes y votantes de ERC que se pueda pactar con él? Pactar con el PSC sería un calvario para Carod y los suyos. Los "verdaderos intereses" de Cataluña pasarían a ser defendidos por CiU y ERC se encontraría sumida en una trampa mortal: su credibilidad catalanista estaría constantemente puesta en entredicho.
Por todo ello, lo más cómodo para ERC es formar un Gobierno con CiU si eso es matemáticamente posible. Por ahora, las encuestas y lo que se respira en el ambiente de la calle parecen indicar que es muy probable que sea así. Además, el partido de Pujol se juega tanto en estas elecciones que Carod podrá exigirle a Mas lo que sea, mucho más que al PSC. A la postre, veremos como la ambigüidad y la equidistancia habrán sido simples máscaras necesarias para conseguir un objetivo: que sigan mandando los mismos.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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