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Columna
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Tumba

Como todos los corazones, también el mío es sensible a las razones que Ian Gibson alega para rescatar los viejos huesos de García Lorca de la fosa donde han sido olvidados; me parece cierto que en el modo de arrojar el cadáver a la zanja que limitaba la carretera había un castigo suplementario, el que pretendía condenar al poeta al barro y la nada, sin lugar en la memoria futura: y que, por tanto, la restitución de esos restos en una sepultura legal, con lápida, inscripción y oficio religioso cumpliría aproximadamente las funciones de un desagravio, de una fórmula mágica con poder para anular setenta años de desidia y ceguera. Eso siente el corazón, que, como Pascal ya apuntaba, cuenta con razones que la razón no entiende; pero el órgano que tengo más arriba, dentro de una cáscara de hueso y una red de arterias, ese órgano relegado del que proceden los pensamientos y las manías, no tiene más remedio que decantarse del lado de los parientes de Lorca y discutir el humanitarismo de Gibson, compañero de columna. Sé que la remoción del esqueleto del escritor, en compañía o no del resto de inocentes que le flanquearon en la muerte, constituye un acto de rectificación histórica, un debido ajuste de cuentas, una resurrección en sordina como aquella que se ha deparado a otros habitantes de las fosas comunes que alimentó el franquismo. La erección de un sepulcro a García Lorca podría ampararse tanto en el deber como en el derecho, pero yo comprendo el terror de la familia: no desean que se altere la paz final de esos huesos para hacerles celebrar una macabra danza por ferias y escaparates.

Aún recuerdo con pánico los fastos del 98, centenario del nacimiento del poeta, y la epidemia de recitales, fotografías oficiales, ediciones conmemorativas, descorrimiento de cortinas que sacudió Andalucía de extremo a extremo, y cómo Lorca pasó de ser un autor leído y apreciado a una burda marca publicitaria. El fantasma de Lorca vagaba por los colegios, cerraba las ediciones de los rotativos, aguardaba al público sentado en la platea, observaba desganado a la multitud desde los paneles de los quioscos. Todos aquellos que vivieron el seísmo sabrán, como yo, que no había día en que el rostro de niebla ocre del granadino no figurara patentado en la página de algún periódico y en que una personalidad no posara sonriente frente a la placa o el busto que un ayuntamiento, diputación o entidad comprometida con el impulso de la cultura había ofrendado al principal lucero de la literatura vernácula. Las instituciones, a través del canal autonómico y terribles programaciones líricas en que se voceaban romanceros en los teatros hasta gastar los versos, se encargaron de ascender a Lorca al puesto de poeta oficial andaluz, el poeta de la Junta, de convertirlo más que nunca, como Borges anotó con sorna en su día, en un andaluz profesional. Después de toda aquella romería, no me extraña que los familiares contemplen de reojo y con un pavor mal disimulado la posibilidad de profanar una vez más su cuerpo, ese cuerpo que en fin, aunque sea a la orilla de una carretera y con un depósito de plomo y herrumbre en vez de corazón, disfruta del descanso. Una paz polvorienta y callada que, a pesar de todo, seguramente resulte preferible a un lecho de mármol circundado de bocinas y altavoces.

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