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Reportaje:LA POSGUERRA DE IRAK

Objetivo: matar al enemigo

EL PAÍS acompaña a las tropas de EE UU en una operación en el 'triángulo suní', donde los ocupantes sufren ataques diarios

Ángeles Espinosa

El artillero lanza una granada de mano. Es la señal. De inmediato, el pelotón pone a trabajar sus fusiles M-16 y, sobre todo, la estrella de la noche, la ametralladora 240 Bravo. Casi al mismo tiempo, un estruendo similar parte de unos kilómetros más al norte. Las dos posiciones indican su situación con bengalas. No hay respuesta de fuego enemigo. Se trata de cubrir a dos unidades que van a camuflarse en esta zona de marismas para tender una emboscada a un grupo que dispara morteros contra las tropas estadounidenses. Estamos al noreste de Balad, dentro del llamado triángulo

suní, donde los americanos son objeto de ofensivas diarias de la resistencia iraquí.

"Esos bastardos han estado atacándonos desde aquí y desde aquí", explica, sobre un mapa, el capitán Cunnigham, jefe de la operación, "y luego se refugian en esta zona pantanosa donde nuestros Bradleys no pueden seguirles porque los caminos son demasiado estrechos". El último ataque se ha producido la víspera desde el punto más septentrional. Cuatro días antes, fue en el otro extremo y los vecinos vieron a tres hombres que escapaban corriendo. "Así que sabemos que son al menos tres y les hemos tendido una emboscada: mis soldados van a esperarles camuflados y a matarles", añade.

"Este trabajo es 23 horas y 50 minutos de aburrimiento y 10 minutos de caos"
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-¿Tienen instrucciones de matarles?

-Sí, señora. El objetivo es destruir al enemigo.

-Cuando dice destruir, ¿significa matar?

-Sí, señora. Cualquiera que aparezca en la zona con un arma sabe a lo que se expone; si no va armado, hay que comprobar.

Ése es el trabajo de los hombres de la Compañía Alfa. En infantería no hay mujeres. Dentro del Bradley que les devuelve a la base, ni Gus ni Desmond parecen impresionados. "Es nuestro cometido", coinciden, "claro que nos gustaría volver a casa, pero no estamos en absoluto desanimados, tal vez se quejen los que están en puestos burocráticos". Gus se ha herido la mano con el retroceso de la ametralladora. "¡Gajes del oficio!", dice, mientras su compañero le examina bajo la tenue luz verde del interior del blindado. El resto del camino, el habitáculo permanece a oscuras, tal vez para evitar la claustrofobia. El ruido de las cadenas termina resultando adormecedor. Es la una de la madrugada.

Al día siguiente, Cunnigham idea una fórmula para introducir a esta enviada en una de las unidades de forma que pueda presenciar la emboscada. Tras las instrucciones sobre vestimenta y logística, se fija la cita. Ya con las botas puestas, el jefe del batallón, el teniente coronel Nite Sassaman, veta el plan. "Comprometería la seguridad de mis hombres", justifica. A cambio, ofrece la posibilidad de patrullar con la Compañía Charlie.

"Ha tenido suerte de que la envíen con nosotros: es lo más cerca que puede estar de los hombres que matan hombres", saluda el sargento primero Ghaleb Mikel. "Nos disparan dos o tres veces por semana", declara y, aunque ahora llevan tres sin que les hayan lanzado morteros dentro de la base, no se fían. Hace dos semanas un policía local les disparó un mortero. "Habíamos estado tomando un refresco con él por la mañana y le matamos con sus dos cómplices por la noche", relata, aún incrédulo.

"Tenemos 350 kilómetros cuadrados bajo nuestra responsabilidad", explica, una vez en la base, el capitán Carl Pfuetze, comandante de la Charlie, "y para ello contamos con 100 hombres y 10 vehículos". Sus principales quebraderos de cabeza, los 40 kilómetros de la Nacional 1 que pasan por su zona, la estación de servicio de Mohamed Mandi y la vecina localidad de Al Asaqui, cuyos habitantes se muestran hostiles. "Es el último lugar de Irak al que llegaron las tropas; cuando vine a mediados de julio, todavía tenían los retratos de Sadam intactos", advierte Pfuetze.

La patrulla nocturna sale a las 0.30 para llegar a Al Asaqui a la una, cuando empieza el toque de queda. En el camino, un montón de basura les resulta sospechoso. El primer Bradley del convoy abre fuego. No pueden arriesgarse. Al llegar a Al Asaqui, la primera parada es la comisaría. Los iraquíes reciben con cierta resignación la visita. Acaban de sacarles de su sopor y les recuerdan que lo que tienen que hacer es patrullar las calles. En pocos minutos, los americanos detectan a cuatro hombres que han violado el toque de queda y les conminan a detenerlos.

A las ocho abre la estación de servicio de Mohamed Mandi. La cola de la gasolina no plantea problemas. El abastecimiento de diésel es otra cosa. Los 36.000 litros que se reparten diariamente en la zona son apenas un tercio de lo necesario. La escasez ha alimentado las mafias de la reventa. "Si nuestro Bradley no está ahí, hay tiros", afirma el sargento primero Mikel. ¿Y los policías iraquíes? "Nadie les respeta; no van a respetarles hasta el día en que le peguen un tiro en la cabeza a uno de estos ladrones", asegura.

De vuelta al centro de operaciones del Batallón 1-8, el oficial de guardia informa de que no ha habido avances en la operación emprendida el día anterior para emboscar a los responsables de los ataques con mortero. "Este trabajo consiste en 23 horas y 50 minutos de aburrimiento, y 10 minutos de caos", concluye el comandante Robert Gwinner, el jefe de operaciones del batallón. Los iraquíes llevan tres décadas de dictadura y seis meses de caos.

El sargento primero estadounidense Ghaleb Mikel sostiene un proyectil cerca de Balad, en el centro de Irak.
El sargento primero estadounidense Ghaleb Mikel sostiene un proyectil cerca de Balad, en el centro de Irak.Á. E.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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