Juegos de guerra
Una de las cuestiones a las que se recurre para significar el cambio de los tiempos es la disminución de la autoridad familiar sobre las conductas de los hijos. Al miedo que inspiraban los padres de otras generaciones le ha sustituido ahora una falta de respeto hacia los mismos casi escandalosa. Esta apreciación se trasforma en sentimiento cuando uno mismo tiene hijos y va percibiendo, con el tiempo, que el control que puede ejercer sobre la vida de ellos no es sólo menor, sino que la pérdida acontece a edades cada vez más prematuras.
Los padres y las madres de hoy en día aceptan resignados las extravagancias de sus adolescentes, ya sea llenarse la oreja de aros de acero o desaparecer de casa durante todo el fin de semana. Lo peor es que a estos notables gestos de autonomía personal no les acompañan los mismos gestos de autonomía económica. En general, los hijos de hoy quieren hacer su vida, pero, con un encomiable sentido del ahorro, prefieren hacerla con el dinero de sus padres. Es una melancólica certidumbre, pero los esfuerzos de tantas familias para comprar un coche o una segunda vivienda traerán como efecto, más que consolidar la convivencia familiar, proporcionar a cualquier adolescente desafecto mejores medios para organizar sus propias fiestas o habilitar un entorno agradable a su primera experiencia sexual.
En la sociedad occidental, los adultos se han resignado a este estado de cosas, del mismo modo que los jóvenes están decididos a aprovecharse de la claudicación jerárquica. Pero también en esto, como en todo, Euskadi mantiene sus particularidades. Aquí tenemos un sector de juventud muy militante, de modo que el patrimonio de sus padres acaba convirtiéndose no ya en una oportunidad para la diversión sino, paradójicamente, en un involuntario soporte para sus sueños violentos.
El trágico atentado en el puerto de Herrera, que se ha saldado con un etarra muerto y dos ertzainas gravemente heridos, se ha convertido en un patético ejemplo de ese estado de cosas. A la sociología general sobre la juventud se le une la cada vez menor operatividad de ETA dando lugar a sucesos terribles, pero que guardan una vertiente tragicómica. En el atentado perpetrado por Otazua y Mardones la situación de dependencia familiar llegaba hasta el extremo. Ambos jóvenes vivían en casa de sus padres. El atentado se prepara en la casa de veraneo de los padres de uno de ellos. Se utiliza como arma una escopeta, una de tantas escopetas del padre cazador. También estaba preparada la huida en un coche ya identificado, el coche de una de las madres. Gran ahorro para la organización, y gran pérdida para una familia, una pérdida que no es la casa, ni el coche, ni la escopeta, sino la vida de su hijo.
Así como en Europa el patrimonio familiar se pone a disposición de los hijos para organizar fiestas sin alquiler de local o para follar con más facilidades, en Euskadi el patrimonio familiar, el de tantos padres y madres pusilánimes, se pone a disposición del terror. Muchachos que aún no han ganado un euro trabajando utilizan los bienes de sus padres para preparar un atentado. Es una nueva clase de jóvenes que no se aprovechan de su familia para disfrutar sino para matar, y padres que se han pasado la vida trabajando acaban viendo cómo su patrimonio acaba al servicio de los caprichos de un hijo, en este caso, el de jugar a terrorista.
Los atentados de ETA ya no están en manos de militantes endurecidos, sino de chicos que deberían estar en el coche de sus padres, sí, pero acariciando a una chica. Quizás el siguiente comentario no esté en línea con las más modernas técnicas pedagógicas pero, a la vista del perfil de terrorista que se impone en los últimos años, más que mejorar los medios de las fuerzas de orden público convendría que los padres recuperaran algo de su autoridad tradicional. Porque mucho ahorraríamos también si a ciertos niños sus padres les hubieran corregido severamente a tiempo.
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